El rock del Gran Sueño

Por Hermann Bellinghausen

Cuando cursé la secundaria ocurrió el Summer of Love. Aunque no me enteré, bien podía sentirlo en los huesos. También fue entonces que empecé a escribir poesía. O sea, a los 14 años dejé de tener remedio; morral y no mochila. La tentación del pelo largo. Los primeros huaraches. La preparatoria fue definitiva. Éramos buenos y malos, bonitos y feos, brutos y sabelotodo. Como el rock. El siguiente paso, que no di, fue tocar la guitarra y, ya encarrerados, formar un grupo. El pedo era conseguir los instrumentos eléctricos, que salían carísimos. La batería ocupaba demasiado espacio. Vecinos y familiares detestaban los ensayos.

De la prepa recuerdo dos bandas, una familiar, la otra mera pachanga y, a la larga, persistente. Había unos hermanos Alanís, futuros médicos que vivían en la Anzures. Tocaban bastante bien y pasaron del tono estudiantina al rocanrol en un abrir y cerrar de ojos. La otra banda escolar fue emblemática, formada por naturales del rock que además cantaban en inglés, como Paco, de mamá texana. Se pusieron Flower Power. Paco era, además de bajista, mi primo segundo, vecino de cuadra en la Irrigación y compañero de clase. En un futuro, inimaginable entonces, sería mi dentista.

El español había caído en total descrédito en materia de rock. Nos guiaban las paráfrasis de los escritores de La Onda y los conductores de La Respuesta está en el Aire, de Radio UNAM. Pasado el 68 todavía fuera de mi alcance, la politización en el aire me llevó a Marcuse y Reich. Al salir de prepa ya me creía marxista. Y la música, todo el tiempo, cambiante, arriesgada, inesperada, poética. El ácido, la mota y los honguitos, igual que el sexo, merodeaban mi puñetera imaginación. Me pudría de quinto. In-A-Gadda-Da-Vida duraba hasta el amanecer.

Todos alardeaban de meterse drogas. Mi cuate Pancho, bueno para los números, encuestó a la generación y 90 por ciento aseguraba al menos haber fumado mariguana. Yo pertenecía al 10 por ciento restante, que sospecho éramos más. El más original y hip, Raúl el Rodarte, se enfundaba en cuero negro poseído por Jim Morrison y el Marqués de Sade. Actor talentoso y tal vez escritor genial, abiertamente bisexual, que a la sazón resultaba inaudito, se metía de todo. Él sí. Ácido, mota, coca, peyote, Librium, anfetas. Decía haberse picado. Un día platicando (todos nos la pasábamos choreando) acerca de las puertas de la percepción, según Huxley, le confesé que nunca había probado LSD ni mota. Su respuesta me sigue sorprendiendo: No lo necesitas, tú todo el viaje lo traes adentro.

Gracias a mi esquizofrenia funcional, ese roquerismo no impidió el amor desde la cuna por la música clásica, del Barroco a Mahler, don Igor y el tío Arnold, clásicos, románticos, impresionistas y rusos de por medio. Lo mismo hacían nuestros héroes juveniles. Varios incurrieron en Stockhausen, quizá torpemente. Spooky Tooth ofició una misa electrónica con Pierre Henri. Los grupos devinieron barrocos, sinfónicos, o lo tramitaron vía Moog, Melotron y otros artefactos electrónicos que arrojaron al cuarto de trebejos las Ondas Martenot y las variaciones estocásticas de Xenakis. Pero mientras Ligueti hacía de las suyas, Londres, Nueva York y San Francisco representaban la meca del rock; Los Ángeles puso su parte.

Al jazz me aficioné seriamente gracias a Juan López Moctezuma en Radio UNAM, a Kerouac y Rayuela, siendo mi tríada Charlie Parker, Ornette Coleman (fui muy esnob) y Miles Davis, quien ágilmente incursionó en el rock y el funk, y por momentos, al aire de Herbie Hancock, Wayne Shorter y John McLaughlin, pareció rebasarlo.

El espíritu del 69 se estiró hasta el 72. Me la pasé rolando por todo México, sobre todo el sur, y esperé casi un año a que despertara la UNAM del nocaut de Tlatelolco. Mi cuate Pancho, el más chorero de todos, ponía las telenovelas de la tarde sin volumen con fondo musical de Frank Zappa o Witches Brew, fumándose un gallo. Eugenio pelaba mucho a los gringos como Joan Baez; dylaniano temprano, blusero y country, apreciaba la alegría de Steve Miller, los infinitos de Gratful Dead, el espesor de Blue Cheer. Jaime respiraba por ArthurStand Up, Donovan, y compartíamos una debilidad absoluta por The Incredible Sting Band. Mi hermano Carlos se enfilaba por segunda y definitiva ocasión a la Nacional de Música con Led Zeppelin bajo el brazo. Traffic vivía en nuestras recámaras, que querían imitar la portada de Mr. Fantasy.

Muddy Waters y Howlin’ Wolf se nos revelaron como los padres de todo. Elvis nunca me impresionó, salvo Jailhouse Rock. Mil veces preferible Chuck Berry, en esos años cancelado, como se dice ahora, por sus delitos sexuales, y peor, negro. Lennon y los Stones lo reivindicaban. No había como ignorar Johnny B. Goode, que hasta para el reggae resultaría seminal.

Venerábamos a los Beatles, pero siempre me incliné por los Stones, que se la sacaron todita con Beggar’s Banquet. El rock heredaba la Tierra. Para nuestro regocijo, Jim Morrison aullaba: We want the world and we want it now!.

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