Por Ernesto Camou Healy
Me preocupa un poco la celebración del Día del Padre, que se conmemora mañana domingo 18 de junio. Siempre he sido reacio a cualquier tipo de homenaje decretado por los poderes fácticos, sean autoridades civiles o políticas, el clero y, sobre todo, el comercio organizado. Muchos me acusarán de gruñón o de falto de empatía con tanto varón que ha cumplido con su labor reproductiva, buena parte de las veces con conciencia y responsabilidad, por más que haya algunos que van por la vida dejando críos carentes de padre, sin el más mínimo pudor.
Mi compañera, y la vida, me obsequiaron dos hijas maravillosas. Puedo comentar, con una pizca de orgullo, pero sin soberbia, que las dos me colman de cariño y gozo y, es inevitable, de preocupaciones, pero también de muchas satisfacciones. Ambas son ahora jóvenes adultas, mujeres inteligentes y creativas que enfrentan la tarea de vivir con buen humor, seriedad y responsabilidad.
De niñas y bebés eran maravillosas y demandantes. Nos traían un poco agobiados pero muy contentos. Llegamos a la paternidad un poco mayores que la mayoría y tomamos la decisión de criarlas entre los dos, por más que a la mujer se le acumulan tareas y deberes domésticos que a veces los señores ni siquiera consideramos, tanta es la profundidad de la cultura patriarcal.
Ambos hemos trabajado desde hace varias décadas y optamos por seguir haciéndolo mientras ejercíamos paternidad y maternidad coordinadamente. Fue un ejercicio de malabarismo familiar y laboral a veces bastante complicado: La antropología, profesión que los dos ejercemos, requiere tiempos largos de investigación en el campo. Mi hija mayor pasó meses en la sierra alta sonorense, conviviendo feliz con los niños de Bacadéhuachi, departiendo con ellos en la plaza, marchando y cantando, y presenciando con una cierta formalidad un tanto forzada, las entrevistas que su mamá realizaba con las señoras y jovencitas de la población.
En otra ocasión la hija menor, a sus escasos 10 años, nos acompañó en un viaje en carro desde Hermosillo hasta el Bolsón de Mapimí en los confines de los estados de Durango y Chihuahua, para luego pasar unos días en la bella Durango, mientras realizábamos trámites para dedicarnos por varias semanas a explorar y trabajar en la Zona del Silencio, ahora un paraje un tanto mítico.
Con el tiempo tuvimos que constreñir el ámbito geográfico de nuestro trabajo, concentrarnos más en Sonora y elegir investigaciones que no nos alejaran mucho de Hermosillo. Para entonces ya acudían a la escuela y me tocaba llevarlas, desde las seis y media de la mañana, a su centro escolar. Recuerdo esos pequeños viajes como momentos de plática y chorcha con ellas. Nos comunicábamos y divertíamos en el trayecto.
A su hora alguno de los dos pasaba a la escuela por ellas, y el otro o la otra, se encargaba de preparar la comida. Con alguna frecuencia yo cocinaba y me esmeraba para que vieran que esas tareas domésticas eran también responsabilidad masculina; tratábamos que no hubiera roles prescritos por cuestión de género o cultura, que la paternidad era compartida con la maternidad, y que implicaba dedicación y compromiso.
Como ambos trabajábamos en investigación, de alguna manera quedaba claro que no había un proveedor, sino una responsabilidad compartida, y que lo económico era asunto de la pareja, al unísono. Y por la misma razón, la administración se hacía en pareja y de común acuerdo.
La paternidad es algo que ejercimos en común con la maternidad. A veces lo lográbamos, en otras ocasiones el rol femenino entraba y preservaba el cuadro familiar…
Ser padre ha sido una responsabilidad dichosa y me ha regalado compañía a veces intermitente pero siempre satisfactoria y divertida. Y no hubiera podido ser padre sin el apoyo de la madre, que ha hecho por ellas y por mí, mucho más que sólo engendrar. En este caso puedo afirmar, como el deportista aquel, que “todo se lo debo a mi manager…”