Por Guadalupe Ángeles
He contraído una enfermedad. Todavía no se le conoce nombre, al menos
eso me ha dicho la mejor de mis amigas, estudiante de medicina, a quien he
consultado. El más evidente de los síntomas se desarrolla cuando duermo.
Consiste en ver figuras que se desprenden de las paredes: en ocasiones son
apariciones aladas que me miran un instante antes de emprender el vuelo, o
son, las más de las veces, representaciones de santos falsos muriendo bajo
soles sin piedad.
También ha sucedido que veo dioses mitológicos realizando danzas
inexplicables; toman mis manos como si pudiera yo misma ser parte de esa
coreografía intensamente lenta, delirantemente seductora. Abro los ojos y
me entero de que he hecho pasar el día por noche al soñar sobre mi cama
revuelta.
Bebo de un golpe el agua que siempre tengo a la mano en el buró, y veo la
luz de la tarde dorando aún el cielo a través de la ventana.
Contemplo el desorden de mi recámara y pienso con tristeza que la rutina,
esa que espera por mí al salir de la cama, sin duda me matará. A menos que
me envuelva de nuevo entre las sábanas tibias e invoque a las figuras que forman el síntoma de mi enfermedad, quizá incurable.