Por Francisco Ortiz Pinchetti
Nunca como ahora se agradece la llegada de los llamados Días de Guardar. Independientemente del significado religioso que cada quién le dé, el oasis de Semana Santa es un remanso invaluable. Una ocasión de relajarse. Espacio de paz. De silencio.
En estos días nos sustraemos de la estridencia, del escándalo, de las noticias. Escapamos al horror del crimen infame contra 40 migrantes en Ciudad Juárez, de la nacionalización no nacionalización de 13 DE las viejas plantas eléctricas de Iberdrola (que se suma a la rifa no rifa del avión presidencial, a la refinería que no refina, a la Primera Dama no Primera Dama, al aeropuerto que no levanta el vuelo y tantas otras curiosidades de este sexenio), del sainete de la ministra pirata, de la guerra –de palabras, claro– contra los Estados Unidos en defensa de la soberanía nacional… que nadie amenaza.
No hay conferencias mañaneras ni sermones presidenciales desde el púlpito de Palacio Nacional. ¡Cuaaatro días seguidos!
Si, días de guardar silencio. De meditar, o divagar. De caminar despacio. De disfrutar nuestro parque, nuestra plaza, nuestra ciudad callada y semi solitaria. Días de valorar lo que tenemos, el amor de los nuestros, el afecto y las risas de los amigos por delante. Lo que vale la pena.
El silencio de estos días me remite a otras épocas. A mi infancia, mi adolescencia. Cuando con mis padres y hermanos iba de visita a las Siete Casas, el Jueves Santo. A la Sagrada Familia de la colonia Roma, a la Votiva de Reforma, a San Francisco de Madero, a la Sabatina de Pedro Antonio de los Santos, cerca de Tacubaya. Olía a incienso, a flor de manzanilla, a duelo.
Y cuando, claro, aprovechábamos el asueto para ir de día de campo. Algo que podríamos hacer muchas otras veces en el año, pero que por alguna razón era obligado en el jueves, el viernes o el sábado santos. El viernes siempre llovía. El día generalmente soleado se ponía de pronto triste triste hacia las tres de la tarde, la hora en que murió Cristo, decía mi mamá. A veces rezábamos. Un Padrenuestro, creo. O tres.
En cuanto a lugares no eran muy variadas nuestras opciones. Tres, cuatro destinos: el Desierto de los Leones, el Valle del Silencio, adelante de La Marquesa; el Batán, en las inmediaciones de Texcoco; la carretera a Cuernavaca. Y párele de contar. Emily, mi madre, tenía su canasta, especial para esas ocasiones. Y José, mi padre, una estufita de gasolina blanca que se compró en una tienda de desechos de la guerra. Una maravilla. Nos permitía calentar las totillas o cualquier otra vianda y también el agua para el café. Sólo él podía prenderla, para lo cual era necesario previamente bombear un pequeño émbolo para gasificar el combustible.
El verdadero problema que habría que solucionar en cada ocasión era la elección del sitio adecuado para tender el mantel y compartir las viandas. Don José tenía, como todos, sus manías. “Hay gente”, decía ante cada opción automáticamente descartada. Ahí, debajo de ese árbol, junto al río, en la lomita. “No, hay gente”.
En ese entonces el sábado era Sábado de Gloria. Aguas: era el día en que te podían bañar con un cubetazo en cualquier esquina del barrio. Sigue ocurriendo, pero ya menos y está prohibido, dicen las autoridades. Lo mejor de ese día era la quema del Judas. Mi padre lo compraba en el centro, por la Merced, en alguna esquina de Reforma. No era un muñeco con la cara de Cantinflas, López Mateos o Díaz Ordaz, que los había. El que compraba era siempre un diablo de cartón y cola, de esa para pegar, con sus cuernos y todo. Con la importante diferencia de que traía una serie de cohetes clavados a lo largo del cuerpo. Como carrilleras, digamos. Hoy están prohibidos.
Mi padre colgaba el Judas en el patio de la casa. O si estábamos de día de campo, en la rama de algún árbol. Entonces encendía uno de sus Delicados, se acuerdan, y con el cigarrillo ovalado prendía le mecha del Judas. El jolgorio pirotécnico duraba apenas unos diez, quince segundos. Y se acabó. El diablo de cartón quedaba hecho garras, reventadas las piernas, su panza, su cabeza.
Era vigilia. Bueno, así se decía a la norma eclesiástica de la abstinencia de carnes durante el Viernes Santo. Comíamos romeritos o peneques de queso, pescado. Cuando estábamos por los rumbos de Texcoco, para comer en terrenos de la Hacienda del Batán, junto a un arroyo cristalino, mis padres iban al mercado y compraban charalitos o carpas, asados en hoja de maíz. Ahora me entero que se llaman mextlapiques. Una suerte de tamal sin masa. ¡Un tamal no tamal! Ojo. También nopalitos preparados y algún queso, ranchero, aguacates, tortillas, salsa. Eso comíamos. Rico.
El domingo era de ir a misa. Misa de Resurrección. Aunque ahora comprendo el enorme significado de esa festividad para el catolicismo, el máximo, entonces no me gustaba. Era como el fin de la fiesta, de la convivencia familiar. Al otro día, al colegio.
Ahora son otros tiempos. De repente me dan ganas de revivir esas costumbres. De ir de día de campo con mis hijos y mi nieta. No es fácil. Me conformo con el solaz que nos permiten y regalan estos días. Lo que más se agradece es el silencio. Válgame.
DE LA LIBRE-TA
CALLADITOS Ojalá fuera posible suspender durante estos Días Santos la transmisión por radio de mensajes oficiales en los que se repite y se repite y se repite la frase hueca de que “México se transforma”. Aparte de mentirosa, es francamente chocante, panfletaria. Se agradecería un rato de silencio.
@fopinchetti