Por Ernesto Camou Healy
En apenas cuatro meses cumplimos –es un aniversario que comprende a toda la humanidad–, tres años de que en una ciudad china se desató una enfermedad contagiosa y relativamente letal. Es un evento extraordinario en la historia de la humanidad: Una pandemia que en pocos meses llegó a todo el globo, afectó vidas, provocó defunciones al por mayor y trastocó profundamente la vida social, la economía y marcó un hito en la historia contemporánea.
Fue una enfermedad que surgió en un contexto urbano. Wuhan tiene once millones de habitantes, y se propagó con relativa facilidad en los lugares con alta densidad demográfica; desde ahí pasó, por la interconexión mundial y la facilidad para trasladarse por todo el planeta, a innumerables ciudades y sus poblaciones cercanas, suficientemente congregadas. Pronto los investigadores nos irán aclarando si tuvo efectos más letales en los grandes hacinamientos urbanos, y si la velocidad del contagio fue menor en las áreas rurales, ranchos y caseríos desperdigados por la campiña.
La duda de si ha sido una enfermedad propia de las ciudades, que encontró en las grandes aglomeraciones ámbito propicio para desarrollarse y transmitirse con eficiencia, y si los contagios en áreas campiranas vecinas fueron más limitados y controlados, podrá resolverse expeditamente por medio de estudios estadísticos, observación a profundidad y análisis de casos, que posiblemente darán sustento a una sospecha más o menos generalizada: Que el modelo de vida citadino, asentamientos con alta densidad poblacional, con contacto cotidiano entre multitudes de usuarios de servicios de transporte, mercados, oficinas y factorías conforma un hábitat de riesgo y puede ser un caldo de cultivo para amenazas similares en el futuro.
La aparición de un virus novedoso y potencialmente letal fue un acicate para el desarrollo de vacunas que permitieran controlarlo. Es una labor humanitaria que, al mismo tiempo, tuvo un aliciente económico puesto que el destinatario de las inoculaciones podría ser, en último término, la humanidad entera: Miles de millones de recipientes posibles, y cada uno debería recibir varias dosis del preparado.
Parece obvio que dichas inmunizaciones contribuyeron a mitigar los efectos nocivos de la enfermedad en todo el mundo; también ayudó que los sobrevivientes, después de una convalecencia que a veces resultó prolongada y bastante molesta, salieran del brete con una cierta dosis de anticuerpos que no impedían un nuevo episodio, pero sí contribuían a que fuera menos extremo.
Eso ha favorecido que el virus evolucione de más severo a menos alarmante. Cuando inició la pandemia quien se contagiaba debería aislarse por 15 días, tomar ciertos medicamentos y vigilar que no fuera necesario ingresar a un hospital. Si esto sucedía, la cosa se complicaba: Era posible llegar al intubado que salvaba vidas, pero traía otras consecuencias perniciosas para los afectados.
Un factor negativo durante la epidemia fue el pánico al que contribuyeron de modo desmedido los medios de comunicación que recalcaron los aspectos negativos y poco insistieron en formar criterios razonables para vivir con la pandemia. El miedo fue un factor nocivo que movió a tomar decisiones riesgosas y apresuradas, y sufrir baja de defensas por el estrés y la preocupación.
Ahora, transcurridos casi tres años, el tratamiento suele consistir en una semana de aislamiento relativo, algún analgésico si resulta conveniente y cierta sensatez para no provocar riesgos innecesarios. La hospitalización, cuando sucede, resulta más bien por padecimientos previos -lo que llaman comorbilidades que se acentúan a causa de la presencia del virus. Esto apunta a la necesidad de tener un terreno biológico sano, asumir hábitos saludables, comer bien, sin excesos y equilibrado, realizar ejercicio con regularidad y sin exageración, y tener una actitud vital tranquila, armoniosa y lo más optimista que sea posible.
Pero también urgen cambios estructurales: Repensar el modelo de ciudades que tenemos; transformar las condiciones laborales inequitativas, y combatir la polarización social y económica de las sociedades, que los virus, ya lo sabemos, no respetan economías, ni refinamientos.
Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía; investigador del CIAD, A.C. de Hermosillo.