El manantial

Por Jesús Chávez Marín

En la aurora de un jueves lejano de 1959, caminé hacia el Cerro Grande a través del arroyo de la colonia Rosario. Mi mamá me dio permiso de ir, pues ese día no tuve clases; estaba yo en sexto de primaria. Mi amigo Martín Márquez no pudo acompañarme porque fue al centro con su abuelito Ramón, a la calle Ocampo y Libertad, el punto donde el señor vendía dulces de leche y pepitorias. Así que me fui solo; a las meras 6 de la mañana empecé a caminar, cuando todavía estaba oscuro.

En la ladera al otro lado del arroyo vi una imagen que se repetía muchos días, pero que siempre despertaba mi fascinación una vez que conseguía vencer la repugnancia de la escena: Julia la loca, una mujer de unos 40 años que vivía en una choza a las orillas de la colonia Dale, situada en una loma, se paraba de espaldas al arroyo a cualquier hora a que se le ocurriera, alzaba su vestido hasta la espalda, se bajaba los calzones y se inclinaba a orinar, o a lo otro, mostrando todas las veces sus espléndidas y saludables nalgas. Como no había nadie a esa hora temprana, no me dio vergüenza detenerme a mirarla con toda la atención y a sentir la inquietante sensación de placentera culpa; el acto duró como 14 minutos y solo después continué mi camino.

En la marcha me fui imaginando algunas estampas alternativas: traslapaba la hermosa figura femenina de Julia la loca en los rostros y los nombres de algunas conocidas que me gustaban y de las que, por supuesto me era inaccesible alguna posibilidad de desnudez con tanta libertad como la que Julia ejercía frente a todo el barrio. De esa manera pude elaborar en mi imaginación el cuerpo completo y sin ropa de una que había sido mi maestra de kinder, una pelirroja preciosa que tenía rostro de ángel y cuerpo de tentación; mi prima Lucha, una quinceañera de minifalda brevísima como se usaba en aquellos años; Luly, nuestra vecina, que tenía unas piernas espectaculares y a quien algunos muchachos del barrio que teníamos cajón de bolear nos disputábamos el privilegio de sacarle lustre a sus zapatos y atisbar de reojo la abertura intensa por dónde se asomaba la luz de sus minúsculos calzones.

El tiempo de la caminata había pasado tan ligero que cuando menos pensé ya había subido hasta la mitad del Cerro Grande, siguiendo la vereda y trepando en las rocas que se atravesaban; ni siquiera sentí el trascurso por el que había transitado nomás pensando en puras peladeces. Volteé la vista hacia atrás y miré, como siempre, asombrado, el panorama de la ciudad entera que en aquellos años solo se extendía hasta lo que hoy es la avenida Las Américas.

Seguí cuesta arriba con un poco de mayor dificultad, porque en esa parte el cerro está más empinado. Había avanzado como unos 10 minutos cuando en eso escuché a mis espaldas la voz de mi prima Dora, que me gritaba:

—¡Espérame, Chuy!

—¿Qué andas haciendo por estos rumbos? —le respondí, sorprendido

—Anda, te he venido siguiendo desde que pasaste por mi casa; ya sé que te encanta subir el Cerro Grande y de repente me dieron ganas también de caminar. Pero tú ni en cuenta, venías concentradísimo. Eres todo un filósofo.

Dora era prima mía, aunque no era mi prima. Se había criado en la casa de mis abuelos, quienes la cuidaron como a su propia hija. Les recordaba mucho a su hija menor, Bertha, quien había muerto tres años antes, por comer moras, eso dijeron. Sin querer, cuando Lucía, la madre, se las encargó para irse de mojada a los Estados Unidos, y ya nunca volvió, había llenado el hueco insondable que la muerte causa. Así que todos la veíamos como de la familia, y de hecho lo era, hasta más que nosotros mismos, pues era la consentida de mi abuelito.

En ese entonces yo estaba en sexto de primaria y Dora en segundo de comercio en la Escuela Industrial para Señoritas, pues era dos años mayor que yo.

Esa mañana se había vestido muy coqueta, con unos shorts espectaculares y una playera en V que a veces dejaba ver el nacimiento de sus lindos senos. No era muy bonita pero tenía muy buena figura: alta, delgadita, varita de nardo y un cabello negrísimo que usaba muy corto. Como sabíamos que en realidad no era nuestra prima de sangre, todos nos hacíamos fantasías, y ella tenía muchas maneras de darnos vuelo.

La esperé. Muy pronto me alcanzó y con toda naturalidad me agarró de la mano y tomó la delantera. El contacto fue para mí un cataclismo de sensaciones donde se mezclaban la imaginación más sublime y la respuesta de mi cuerpo completo; disfrutaba un placer desconocido y un vago temor. El movimiento del ascenso me hizo recuperar el equilibrio y avancé junto a ella como si nada; cambiábamos de mano cuando el contacto se humedecía por el sudor, íbamos como dos novios que pasean.

En silencio llegamos a la cima, me dijo que nunca había subido y lo primero que hice fue llevarla a la pequeña fosa donde estaba el manantial; allá había tomado yo muchas veces el agua más limpia y deliciosa que existe. Siempre llevaba conmigo una taza de cristal cortado que me había regalado mi abuelita Herminia, dos meses antes de morir. Con ella saqué un poco de agua y le di a beber a Dora, quien la disfrutó con delicia. Saqué otra poca y se la di. Ella humedeció un poco sus manos y mojó su cabello, su cara. Se arreglaba y sonreía, me miraba fijamente a los ojos.

Luego de que bebí tres tazas seguidas, la tomé de la mano para llevarla a la roca plana donde yo acostumbraba sentarme a mirar el infinito panorama, ese pequeño refugio estaba a la sombra de un arbusto enorme que nos protegía de la resolana, con la ciudad al centro de un valle que pareciera esfumarse al final, si no fuera porque en las orillas aparecían cerros, azules de tan lejanos.

Estuvimos más de media hora sin decir nada, conectados con el silencio de las alturas. De vez en cuando un airecito fresco jugaba con el pelo de Dora y parecía que era parte del fino movimiento de su respiración, que latía casi imperceptiblemente en su pecho.

Luego de compartir tan serena meditación, ella me dijo:

—¿Te gustaría verme encuerada?

Lo dijo sin ningún tipo de tensión, con una leve sonrisa, como quien ofreciera una taza de café o un panecito. Por un buen rato no hallé qué responder. Primero pensé que me estaba vacilando y que me jugaba una broma rara, pero algo en su actitud me dio la seguridad de que hablaba en serio, así que le dije:

—Bueno, si tú quieres…

—Sí quiero. Hazte un poquito más para allá y me miras.

Con movimientos muy lentos y con actitud seria, casi mística, fue desabotonando su blusa; se tardaba como tres minutos para cada botón y luego seguía con el siguiente. Fue apareciendo poco a poco un brasier blanco de olanes que parecían flores de durazno. Cuando desabrochó el de más abajo, deslizó la blusa entre sus hombros, la dobló con mucho cuidado, y la puso en una parte muy limpia de la roca, como si la guardara en un relicario.

Yo la miraba sin moverme; guardaba en la mirada cada detalle de sus movimientos, cada centímetro de su piel, de sus formas.

Luego de permanecer también ella inmóvil un momento, desabrochó el gracioso cinturón que sujetaba su short color de rosa; también, muy quedito el zíper en la parte posterior abajo de su espalda. Como era muy ceñido, lo fue bajando lentamente haciendo leves movimiento de cintura con la misma actitud de seriedad en sus gestos, sin ninguna aparente coquetería. Yo pensaba que esa actitud reflejaba algunos hilitos de pudor, pero no, creo que era un ritual distinto y bien consciente, como quien realiza una tarea milagrosa.

Casi en un solo movimiento aparecieron sus calzones, también blancos y también con olanes; ese tipo de ropa yo solo la había visto escasamente, uno que otro, en tenderos, en los patios de algunas casas.

Con igual cuidado dobló la prenda que se acaba de quitar y la puso junto a las otras. Para entonces había pasado entre los dos un tiempo muy largo y a la vez vertiginoso. Fue ella quien rompió el completo silencio cuando me dijo:

—Y también puedes tocarme.

Durante todo ese tiempo yo había permanecido a la expectativa, me deleitaba la mirada, pero sentía que no había ninguna expresión en mi cara, las manos completamente inmóviles. Era yo una estatua en su homenaje. Así que no hallé qué responderle, me quedé en silencio y a pesar de eso no me sentía presionado a decirle nada.

Ella no esperaba ninguna respuesta. Se quedó muy quieta y, luego de un rato, lentamente dirigió sus manos hacia la parte de atrás de su espalda para desabrochar su minúsculo brasier, lo tomó por el frente y sin el menor asomo de intención mórbida dejó al descubierto sus dos tetas morenas, el espectáculo más hermoso que yo había visto luego de haber mirado tanto mundo.

Enseguida del sencillo movimiento de guardar su ropa con ese maravillo cuidado femenino que ponía en todas sus acciones, se inclinó para quitarse los calzones y así, completamente desnuda, se quedó frente a mí a la misma distancia en la que habíamos permanecido.

Fue un milagro de la vista y también del aroma, porque una fragancia para mí desconocida llegó hasta mi cara, deliciosa y extraña. En ese momento aprendí cómo funciona el sentido del olfato que antes no había tenido para mí la menor significación ni consciencia.

Así estuvimos como quince minutos, muy callados y muy serios, disfrutando la frescura de la sombra, los infinitos detalles de la vista al frente, y el acto de contemplación casi reverencial de su desnudez. Ella caminó un poquito hacia atrás dejándome ver su espalda espigada y sus bonitas nalgas, sobre todo las piernas vigorosas. Luego se plantó otra vez al frente y me dijo.

 —Ahora enséñame tú.

De golpe se me vino toda la angustia de la situación. Durante todo el acto me había ocupado solamente de dos cosas: de mirarla y de que no se me fuera a notar a través de la ropa la erección. Y ahora, de repente, me tocaba mi turno de hacer algo completamente imposible para mí. Ni por un instante se me hubiera ocurrido mostrarme frente a ella y frente a ninguna persona del universo, la vergüenza de nomás imaginarlo me producía un vértigo de escalofrío.

Ni siquiera alcancé a decirle que no, o que sí, o a ofrecerle algún pretexto. Ella esperó un rato y luego me regaló una sonrisa tranquilizadora mientras empezaba a vestirse de nuevo, con gracia y naturalidad.

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