Por Jesús Chávez Marín
Fíjate que el niño no quiso comer. Es que cometí el error de guisar las mojarritas enteras y de servírselas así en su plato.
Se quedó mirándolas un buen rato pero yo no me fijé hasta que me preguntó:
―Oye, mamita, ¿por qué están así los pescaditos?, ¿qué les hiciste?
Quise restarle importancia.
―Ándele, m’hijito, es su comidita ―y traté de arrancar un trozo con el tenedor.
Con una vocecita muy triste me dijo:
―¿Y no le duele al pescadito que le piques con el cuchillo?
―No, m’hijito, no le duele.
―¿Y por qué no le duele?
No hallaba qué hacer ni que decir.
― No, no les duele porque ya están…
―¿Ya están muertos? ―hablaba como azorado, como asustadito.
Mejor le retiré el plato. Ya ni yo pude comer; empecé a platicarle de otras cosas, a jugar con él para que se le fuera olvidando.