Por Ernesto Camou Healy
Estamos ya a mediados del cuarto mes del año, abril: Casi cumplimos un tercio de este 2022, un año un tanto accidentado, marcado por la invasión rusa a Ucrania y la secuela de consecuencias que aún estamos por atestiguar. En México atravesamos con cierta urbanidad la consulta para la revocación del mandato, a pesar de la sarta de mentiras y murmuraciones de un sector deplorable de la oposición que poco logró salvo, y es de lamentarse, arrastrar el nivel de la discusión política a simas que no nos merecemos los mexicanos.
Si bien la mayoría de los sonorenses vivimos ahora en ciudades, no resulta exagerado afirmar que todos tenemos antepasados cultivadores en “mahuechis” o en las vegas de ríos y arroyos, y criadores de reses para el sustento familiar. Somos una cultura descendiente de campesinos o de gambusinos, acostumbrados a vivir en espacios abiertos, a trabajar buena parte del año en una cierta soledad campirana, a lidiar con vacas y mulas, a sembrar trigo en invierno y maíz, frijol y verduras en la primavera para surtir la cocina hogareña, y trabajar con resignación y más tesón en estos meses de temporada, de febrero a julio, secos y complicados.
Cierto que muchos no tenemos memoria de cómo se lograba y completaba ese ciclo anual de chambas y tareas que permitía la manutención de la familia y muchas veces permitía compartir con vecinos granos y carnes cuando se podía, y la necesidad apremiaba; pero no demasiado escondidas tenemos esas memorias culturales que nos provocan nostalgia por el olor a corral, por divisar el ganado en los potreros, escuchar los mugidos en la ordeña matutina y compartir un pozole de trigo, o unos elotes, después de la cosecha colectiva del grano, aunque no recordemos haberlo vivido…
La costumbre de organizar una carne asada, con diezmillo o cabrería, costillas, tripitas de leche, una salsa de chile verde, cebolla y tomates, acompañados de unas tortillas de harina grandes, o de agua, deriva de la experiencia de la matanza en el rancho, cuando se sacrificaba una vaca gorda para las familias de los vaqueros y del propietario. Si se podía, se compartía un poco de carne con los vecinos, que ya ellos harían lo suyo cuando mataran una res.
En cierto sentido somos un poco lo que nuestros antepasados fueron: De ellos vienen nuestras costumbres, nuestro lenguaje y nuestros dichos, nuestros gustos por comidas en las que nos reconocemos, la forma como nos vestimos y los modos como celebramos. Y también la manera como concebimos el ciclo anual. Si bien ahora está marcado por un trabajo similar todo el año, tenemos momentos de inflexión que conceden cierta diversidad al paso de los meses. El tiempo de posadas previo a Navidad y fin de año, es uno; la Semana Santa es otro. Para muchos representa también el inicio de un periodo de espera de las vacaciones de verano: Unas dos semanas de ocio y, con suerte de paseo. En este lapso después de los días santos, es cuando se acentúa entre nosotros esa experiencia ancestral de vivir “la temporada”, que nos instala en un cierto modo de espera y de añoranza del tiempo de lluvias, siempre rezagado, exiguo y poco predecible.
Es cuando se anuncian los calores, y este abril peculiar lo subrayó inmisericorde: Hace unas semanas tuvimos un día con temperatura de 43º C, nunca antes registrada en estas fechas. Con la llegada del estiaje empezamos una dinámica de reclusión: Nos pasamos el día al amparo del ventilador o del aire acondicionado, preferimos salir sólo al atardecer, para admirar unos cielos rojos casi inflamables, saludar conocidos y amigos, aprovechar el airecillo vespertino para ir a las plazas y preguntarnos en corrillo cuándo lloverá; otear el horizonte en busca del relámpago de Mocorito, señal segura de lluvia cercana, y preparar casas y solares para las tormentas y chubascos que, nos ilusionamos, nos parecen inminentes.