Por Jesús Chávez Marín
La hija de Sergio y Clementina tuvo un accidente en la carretera que va rumbo a Cuauhtémoc.
Cuando regresaron de sepultarla, no hallaban qué hacer, no querían que nadie los viera, sentían vergüenza de estar vivos mientras su muchachita de 18 años se había quedado en una tumba, muerta.
Tampoco tenían ganas de vivir.
Solo porque había otro hijo más pequeño, al que no podían abandonar a la deriva, sabían, sin decirlo, que al siguiente lunes él volvería al trabajo, aunque sin alma.
Y ella habría de ser, como siempre, diligente y amorosa con ese hijo, amiga buena del hombre que era su marido y en ese momento temblaba a su lado como un muñeco húmedo, sombrío.