Por Jesús Chávez Marín
Todos los días a las seis de la mañana se levanta Avelino y recoge de la cochera el periódico. Se rasura con cuidado y se baña, desde la noche anterior acostumbra preparar su ropa recién planchada y las botas del día, perfectamente boleadas. Se viste y sale a la calle rumbo a la plaza que está en el centro de la ciudad.
Dos o tres bancas de ese parque son sus favoritas y las alterna según el ciclo del sol; a esa hora el lugar está casi vacío y él disfruta una íntima alegría al tener todo el espacio disponible. Se sienta, saca de su bolsa el periódico y empieza a leerlo con calma.
A las ocho de la mañana regresa para llegar puntual al desayuno que generosamente le ofrece su hija, la dueña de la casa. Para esa hora ya se ha ido su yerno, quien suele tratarlo con una silenciosa amistad, un poco fría pero siempre educada.
Avelino se considera afortunado de que este hombre sea generoso; tres años antes, cuando un fatal accidente arrebató de la vida a su esposa Isabel, su única hija lo invitó a vivir con ellos, en acuerdo con el marido, por supuesto. Vendió la casa grande y les entregó la mitad del dinero, la otra la invirtió en adaptar la vivienda para tener un espacio independiente para él.
Cuando regresa del desayuno ya dieron las diez de la mañana; para entonces ya habrá llegado su amigo Ismael, con quien se reúne a platicar la mayoría de las veces.
Ismael lleva con buen ánimo la vida que le tocó. Cinco años antes su hijo mayor lo convenció de que invirtiera sus dos casas en un negocio que los iba a hacer millonarios; riesgos no había ninguno, le aseguraba el muchacho que por cierto ya no era tan joven, tenía 42 años.
Ismael vendió las casas y hasta agregó unos ahorros que gurdaba en el banco y le dio todo el dinero al hombre, más por el cariño que por la confianza, pues aunque Ismael había sido en todos sus asuntos un hombre sensato, cuando se trataba de cualquiera de sus dos hijos renunciaba a la lógica; estaba seguro de que ninguno de los dos sería capaz de perjudicarlo.
El hijo era un hombre honesto y tal vez en todo momento obró de buena fe; pero para el caso es lo mismo: en menos de seis meses el mentado negocio ya había quebrado. No quedó dinero ni para las últimas liquidaciones. El hijo tuvo que regresar al infierno chiquito de buscar empleo meses y meses; a su papá ni cómo ayudarle. No te preocupes, hijo, como quiera me las iré arreglando.
Pero no es lo mismo decirlo que conseguirlo.
Ismael se había ido a vivir en la casa de una hermana suya que tenía un departamento desocupado; ella era buena gente y dejaba que se le acumularan meses y meses de renta, ya casi se había olvidado de cobrarle, pero lo cierto es que ella necesitaba los centavos, pues era parte de su pensión.
Para comer, Ismael enfrentaba un problema diario; su hijo menor de vez en cuando le ayudaba, le dejaba un dinerito o lo invitaba a su casa, muy a lo retirado. Vivía en la otra orilla de la ciudad y era difícil llegar. El caso es que el viejo a veces no tenía ni para comer, pero era estoico y reservado, nadie supo jamás de sus penurias.
A veces los vecinos le encargaban mandados, o lo ocupaban en algunas tareas, pero eran muy pocas las que podía realizar a sus 89 años. A los 90 una severa anemia acabó con él. Literalmente murió de hambre.
Ese día Avelino se quedó esperando, su amigo Ismael no llegó. Y ya nunca llegaría.