Por Ernesto Camou Healy
El pasado miércoles fue el día de imposición de la ceniza. Es el inicio de la cuaresma, que siempre cae en miércoles y termina, oficialmente, el Jueves Santo, exactamente seis semanas después. Es, para el cristianismo, un periodo de meditación en preparación de la celebración de la Pascua, de la muerte y resurrección de Cristo. La cuaresma se comenzó a guardar desde el siglo III, o antes, y consistía en 40 días de ayuno, abstinencia y penitencia.
En mi infancia hermosillense eran días de afanosa espera, pues nos anunciaban el asueto de Semana Santa, pero para llegar a él, debíamos pasar por lo que llamaban Ejercicios Espirituales, que consistían en una semana de prédicas en Catedral, mi barrio, en los que generalmente un sacerdote fuereño con prestigio de buen orador nos intentaba preparar para los misterios pascuales. Los chamacos asistíamos a las charlas de acuerdo a nuestra edad y sexo, y nos aburríamos como ostras. Era la primera penitencia cuaresmal. La otra, repetida cada semana, consistía en la prescripción de no comer carne roja los viernes, que se transformaba en una obligación implícita de preparar pescado en la comida principal. Era un suplicio, pues a los mercados de aquel Hermosillo, situado a una hora y media del mar, llegaba el producto por lo general en mal estado, con un olor que llamábamos de pescado, y que no era otra cosa que el inicio de su descomposición.
Aún así, como no se conseguía otra cosa, en los hogares se les freía y servía en la mesa… y lo comíamos, protestando y haciendo berrinches, ahora sé que muy justificados. Y si bien no enfermábamos, sí desarrollamos un rechazo por los productos marinos que sólo se corrigió décadas después cuando pudimos probar el pescado fresco, recién sacado del agua, quizás un robalito al mojo, en una palapa veracruzana, con su arroz, su salsita verde y unas tortillas de maíz recién salidas del comal, más unos frijolitos refritos que nos reconciliaban con la ingesta marina.
Mi madre, que era cuidadosa con los preceptos, pronto reparó que la obligación era no comer carnes, y no tanto ingerir pescados, así que nos facilitaba algunos viernes preparando platillos que ahora llamaríamos vegetarianos: Caldo de queso y chilaquiles acompañados de frijoles, o bien, una sopa de verduras, o fideos, más arroz colorado con un par de huevos fritos encima, que nos deleitaban y cumplían la observancia. Cuando podía conseguir pescado en buen estado, lo rebozaba, freía y lo llevaba a la mesa. A veces lograba que lo comiéramos sin demasiado mohín.
Ahora bien, los tiempos cambian, a veces para mejorar, y parece muy atinada la reflexión del papa Francisco cuando se refiere al ayuno, la abstinencia y la costumbre añeja de realizar alguna penitencia, manda o privación de algún goce como sacrificio cuaresmal que, afirma, tiene poco sentido cuando ese acto no lleva a una consecuencia positiva para otros. Es mejor, dice, hacer una buena obra para quien la necesite, desde un apoyo material, unas palabras de ánimo o cariño, el respaldo efectivo a una causa social positiva, o el trabajo por defender un patrimonio común, como el medio ambiente.
Lo que Francisco reflexiona es que la experiencia religiosa no es una relación exclusiva con Dios, sino un vínculo con Él por medio de los demás, de los hombres y mujeres que nos rodean, los prójimos que necesitamos y que requieren de nosotros. Una religión orientada a Dios, pero que no toma en cuenta a la comunidad en que se vive y en la que somos responsables del bienestar compartido, parece poco encarnada y vana, del mismo modo que una práctica piadosa que se extravía en preceptos y rutinas orientadas al cumplimiento de la ley, y no a lograr el crecimiento de todos, en sabiduría y amor, en entender y querer lo mejor positiva y verdaderamente para los que nos rodean, no resulta humana, ni auténtica.