Por Ernesto Camou Healy
Esta semana cumplimos 22 meses de una cuarentena que, creíamos, sería breve. La realidad nos corrigió despiadadamente y tuvimos que someternos a un retiro que parecía difícil de aguantar; pero como el miedo no anda en burros, aceptamos con buen humor la encerrona. Ha sido una convivencia intensiva con mi compañera, amiga y juiciosa supervisora de mi vida y mis desatinos.
Pasamos el primer año en una relativa soledad. Nuestras hijas nos acompañaron por Navidad, y para junio del 2021 nos jalaron por una semana al Valle de Guadalupe, la primera salida de la pandemia, al término de la cual retornamos a enclaustrarnos en El Saucito. Trabajamos y leemos mucho, escuchamos música, cocinamos con gusto y comemos con más deleite. Hemos aprendido a dar clases y pláticas por Zoom y vernos también así con los amigos.
Pero he sido un poco pata de perro: Siempre me ha gustado viajar, y he residido, o pasado temporadas en muchas ciudades o parajes, por estudio o por trabajo. Puedo constatar que he vivido, además de en este Pitic, en Monterrey, Guadalajara y la Ciudad de México en la cual tuve casa primero en Tizapán y luego en las colonias Ajusco y Santo Domingo, en un pedregal agreste y complejo; luego residí tres años en Tlahuelilpan al borde del Mezquital hidalguense; después fui a un ejido que llamaban, no sé si con cierto sarcasmo, El Diamante de Echeverría, en la depresión central chiapaneca, y a continuación nos establecimos cerca de Toluca, en un añejo Municipio llamado Capulhuac. Ahí vivimos un lustro, frío, lluvioso y deleitable.
Por entonces tuvimos un proyecto de investigación en la zona de Saltillo y por meses vivimos aislados en el desierto zacatecano, en Cedros, un mineral en la Colonia y luego un enclave de los Rockefeller que explotó un arbusto del desierto, el Guayule, para elaborar llantas para una industria automovilística que iniciaba. También pasamos unos meses en una localidad agreste al Sur de Saltillo, la Punta de Santa Elena, helada en invierno y caliente en verano, lejos de los caminos y sin agua potable.
Después dedicamos dos años a trabajar y recorrer el Golfo de México, desde Matamoros hasta Campeche; en ese tiempo viví un año en Papantla mientras recorría minuciosamente la huasteca. Luego seguí hasta Yucatán, intentando comprender los sistemas tropicales de siembra de maíz. Al final de ese periodo permanecí varios meses en la muy amable Mérida y su entorno rural, con sus milpas, su buena música y mejor comida.
Luego volví al terruño. A la fundación de El Colegio de Sonora; y luego al CIAD, donde iniciamos un programa de estudios del campesinado ganadero del Estado. Recorrimos todo Sonora con la cordial compañía de los antropólogos Teresa Rojas y Arturo Warman, mentores y amigos, andanzas que fueron disfrute y aprendizaje.
Nos instalamos en Soyopa, amable y tranquila, para aprender sobre los pequeños ganaderos, “poquiteros” se llaman a sí mismos, y tener una idea de lo que fue el desarrollo y modernización de la entidad, desde esa perspectiva.
Después estudiamos por dos años la población de las cuencas de los ríos Sonora y del Mayo, hasta que, en San Bernardo, unas ráfagas sobre la casa que ocupábamos nos hicieron sospechar que no éramos bienvenidos en una región ya inestable por el trasiego de droga.
Otro proyecto nos llevó tres años a la Reserva de la Biósfera del Mapimí, conocida como Zona del Silencio, un andurrial casi deshabitado y poco accesible, pero bello en su aridez y sus espacios abiertos.
En todos esos lances y chambas redactamos reportes, artículos o libros para atestiguar el trabajo y dar cuenta del esfuerzo. Y ahora, después de 40 años, estamos confinados por causa de un virus necio y remolón. Lo hemos pasado bien, pero ya se insinúa el llamado de las veredas y la nostalgia de las plazas y mercados, del bullicio de las fiestas, sus bandas y sus convites.