Por Ernesto Camou Healy
Hace dos semanas se celebró en México el Día de Muertos, y en países anglosajones y aquí también, la fiesta de Halloween. Ambos eventos tienen una larga e interesante historia que ha sido distorsionada por el afán de vender y lograr una ganancia a como dé lugar.
Entre nosotros el Día de Muertos nació como una festividad de la cosecha y agradecimiento a los que nos legaron las milpas y semillas, más los conocimientos para sembrar y cosechar los sagrados alimentos. Se celebra la vida de los que nos precedieron y lo que nos heredaron, que nos permite vivir y disfrutar con el fruto del trabajo.
El Halloween del Norte europeo tiene otro sentido, aunque también resultaba una fiesta por la cosecha reciente. Allá se decía que este día los muertos volvían a su terruño. No era una visita amable: Arribaban plenos de rencor y mala voluntad hacia los que vivían. Si además encontraban los graneros llenos y un ambiente festivo, más coraje les daba; para evitar maleficios y hechizos por parte de los difuntos mal geniudos, la gente se maquillaba para tener una faz pálida, usaba ropa vieja y descuidada, con el afán de que los visitantes del inframundo los tomaran por colegas difuntos a los que nada tenían que envidiar. El disfraz era una precaución porque el vecindario tendía a colmarse de huéspedes indeseables…
Inevitablemente los años y la imaginación desbocada de los intereses comerciales ignorantes y baladís, han ido trastocando las fiestas y su sentido. Para muchos es una ocasión más de pachanga en la cual pueden enmascararse y no parecerse a sí mismos, lo cual parece reconfortante para algunos. Fue en los Estados Unidos donde se inició la transformación de la vieja fiesta celta del Samahain hacia una noche de disfraces y callejoneada pidiendo golosinas bajo la amenaza de un castigo, o travesura.
Samahain devino Halloween, una romería popular con ribetes simpáticos y atractiva para la infancia. Pero en la octava década del siglo pasado Hollywood descubrió el mercado juvenil y comenzó a producir películas con monstruos quinceañeros, vampiros adolescentes y zombis grotescos y sobre actuados, que aparecían en filmes relacionadas con Halloween. La industria del cine comenzó a indicar con sus guiones cómo debería vivir la chaviza gringa en aquella noche, antes de brujas, ahora de chamacos amenazados por engendros de utilería. La añeja fiesta celta devino una ocasión para el horror, con alta dosis de pésimo gusto.
Y a este batiburrillo de trivialidades y sandeces fueron a abrevar los que diseñaron la decoración de centros comerciales en Monterrey: Colocaron monos realistas con apariencia de zombis ensangrentados, o ahorcados desde las barandillas, copiaron las ideas (es un decir) de lo más burdo del cine americano, y desdeñaron la tradición mexicana del Día de Muertos, que es nuestra, original, y constituye un puntal de nuestra identidad.
Pero en Culiacán los organizadores buscaron inspiración no en los churros de una cinematografía banal, sino en la violencia ubicua que aflige a los mexicanos: Decoraron una fiesta con aparentes cadáveres femeninos embolsados y con un letrero, por zorra, con lo cual se pretendía mover a la risa a los y las asistentes. Cayeron a un abismo de mal gusto al tomar como broma los feminicidios, que no son algo chusco: Constituyen una tragedia humana y nacional que devasta familias y pone en vilo regiones enteras. Preocupa que representaciones realistas de personas mutiladas o ahorcadas sean parte del escenario y la vida cotidiana. Más grave es que se considere simpático el ambiente criminal que devasta al País, y admisible el asesinato de mujeres que no vivan según las normas de una sociedad rígida y melindrosa.
Tomarlo en tono de burla es una majadería y contribuye a instaurar una normalidad desatinada e insensible que disimula el crimen y maltrato contra nuestras mujeres y niñas. Los feminicidios son una tragedia y un oprobio nacional: Nunca un chascarrillo…