Por Ernesto Camou Healy
— Esta semana el otoño arribó puntualísimo: El día 22, fecha del equinoccio, amaneció con el cielo encapotado y una brisa fresca muy agradecible. Parecía que el clima hermosillense, tan vilipendiado, se había disfrazado de londinense, que tampoco es una maravilla, pero tienen más jornadas con cielos nublados y ‘chipi chipis’ que a nosotros nos parecen maravillosos por más que allá aquellos ‘gentlemen’, y otros no tanto, mascullen imprecaciones más bien modositas para nuestro medio, menos afecto a las formalidades y rigideces en el trato con el otro.
Equinoccio quiere decir, literalmente y en latín, “noche igual”. Eso implica que en esta fecha tuvimos 12 horas de oscuridad y otras tantas de luminosidad. Eso sólo sucede dos veces en el año; la otra es el equinoccio de primavera, que tuvo lugar el 20 de marzo pasado. Es un fenómeno astronómico durante el cual el Sol se alinea con el Ecuador terrestre: En ese día y hora transita de Norte a Sur con respecto a nosotros, y da paso a nuestro invierno; mientras que en el hemisferio Sur arriban al verano.
En este Sonora desértico el otoño con su clima menos extremo y con tímidos anuncios de un invierno fresco suele arribar más bien ya entrando noviembre. Por lo general nuestros octubres son una prolongación un poco más ligera de los calores veraniegos. Mi abuela, doña Amelia, afirmaba que el primero de octubre había que sacar las prendas de invierno olorosas a alcanfor y soledad de su bodega de las sorpresas: Ahí guardaba, además de los suéteres, todo tipo de utensilios caseros y de cocina, y bolsas de dulces y chocolates que traía de Nogales. Los nietos esperábamos el día por más que casi nunca se cumplió su profecía, y se resignaba a que la canícula no obedecería sus predicciones meteorológicas.
En mi niñez muchos compañeritos de la primaria cumplían años durante el otoño: Era una mini temporada de piñatas y fiestas en casa de los amigos. Había que vestirse con ropa limpia y planchadita, llevar un regalo adecuado y jugar con “la raza” mientras se quebraba la piñata, que en esos tiempos consistía de una olla de barro cubierta de papel de china de colores, con forma de estrella y rellena de dulces y golosinas que nos hacían saltar sobre el botín en cuanto alguien la rajaba y comenzaban a escurrirse aquellos tesoros empalagosos. Era un ejercicio un tanto violento, y los chicos más voluminosos llevaban las de ganar, pues se lanzaban y cubrían los caramelos con su panza, y al resto nos dejaban lo que caía en la periferia, un anunció quizá de las prácticas de rapiña tan frecuentes entre la población adulta, donde hay muchos poco dispuestos a respetar los derechos y aspiraciones de los demás.
Pero así eran esos festejos, joviales y aleccionadores, no sé si porque la repartición imitaba a la sociedad adulta, o consistía en un ejercicio pedagógico destinado a ir formando niños y jóvenes dispuestos a arrebatar a la mayoría un bien limitado. Después de la quebrazón de la piñata nos consolaban con trozos de un pastel con velitas que el agasajado apagaba en una sola exhalación; luego nos daban a cada uno una bolsita con más golosinas, un meritorio esfuerzo de los papás del cumpleañero para mitigar la desigualdad en el reparto de los confites.
Conforme crecíamos, el otoño presagiaba la posibilidad de ampliar los terrenos de aventuras: Ya no estábamos confinados por el Sol y el calorón, y podíamos explorar a veces hasta un Malecón inexplicable, situado en un río insólito que nunca vi con agua hasta ya muy entrado a la madurez. Pero cerca pasaban acequias en las cuales buscábamos tortugas y vislumbrábamos algún pececillo. Era tiempo de salir y explorar.
Ahora se añora esa libertad, pero pronto saldremos y conviviremos, nos abrazaremos y besaremos, comeremos y beberemos con los que amamos. La vida seguirá y habremos aprendido una lección.
Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía; investigador del CIAD, A.C. de Hermosillo.