Por Jesús Chávez Marín
Cuando la violencia se hizo cotidiana en la ciudad de Chihuahua, el periódico líder de la ciudad quitó de su página principal las notas policiacas y formó una sección especial con imágenes de sangre y pólvora. Desde ese día, no ha faltado información y carne destrozada, cabezas arrancadas a machetazo limpio y muertos colgados de los puentes.
Dos años antes, otro de los diarios chihuahuenses había iniciado un matutino descarado y cínico que no tiene empacho en publicar a todo color fotos atroces y crueles de muertos tirados en el llano, brazos arrancados de raíz y madres llorando a gritos. Tampoco dudan en poner frases como: les dieron chicharrón a pleno mediodía; entraron al Oxxo a comprar cigarros y hallaron fuego a punta de balazos, o: frenesí en la plaza de los descabezados.
Sin embargo la violencia es asunto antiguo, su sino trágico tal vez sea parte de la esencia humana. Escenarios de la crueldad y la ira son a veces los recintos más íntimos, el hogar, los lugares donde los niños miran las cosas del mundo por vez primera, con ojos asombrados e inocentes. Un amigo mío contó la historia que a continuación les relato.
En 1961 Esteban era un niño de 8 años; estaba en segundo de la primaria; su hermano Pablo tenía cuatro y Carmela era una bebé de dos. Una mañana de octubre estaban almorzando muy temprano; a la mesa los acompañaba su papá mientras Carmen, la madre, preparaba los alimentos de pie frente a la estufa de leña y platicaba con sus niños asuntos de la escuela de Esteban, de la ropa que Pablo habría de estrenar el día de su cumpleaños.
La vivienda de solo dos habitaciones colindaba, a través de un patio interior, con la casa de Manuel, hermano de Carmen, un tío terrible y borrachín consuetudinario de aquellos niños de periferia; todos vivían en la colonia Rosario, la última orilla hacia el sur de aquella pequeña ciudad casi rural que era Chihuahua a principios de los años sesentas.
La serenidad de aquel almuerzo se quebró de pronto con la entrada violenta de Manuel, quien sin decir ni media palabra, como un traidor veloz empujó con fuerza a Pablo, el padre, y lo derribó de un puñetazo en la mejilla.
Ágil y fuerte, Pablo se incorporó en un relámpago de músculos y brazos. Con voz muy baja, aunque crispada por la ira, le dijo a su violento cuñado: si quieres arreglar algún asunto conmigo, Manuel, o quizá morirte, vámonos afuera, donde no estén los niños.
Aquel traidor de baja estatura y alta cobardía se quedó paralizado un instante, pero luego el alcohol con mezcla de adrenalina trajo de nuevo el brío confuso de los ebrios: De aquí me salgo pura chingada; esta es la casa de mi hermana y a mi ningún ojete me corre.
No terminó de pronunciar las tres últimas palabras. Pablo saltó un metro con vuelo de pantera y sujetó al petimetre en menos que un gallo canta. Sin llegar a quebrárselo, torció un brazo hacia atrás. Luego, en concentrada energía, le cerró un nudo irrompible sobre el cuello con la mano derecha. Con el torpe y furioso Manuel así prisionero, caminó despacio hacia la salida del frente, donde pasa el arroyo de los Álamos, y lo arrojó al barranco como si arrojara un bulto de basura. Y en aquellas grotescas condiciones de alcoholismo y madrugada, Manuel no tenía otra condición que la de basura.
Carmen, la madre, había presenciado la escena desde el principio, primero paralizada de terror, luego aullando de angustia y después suplicando a su marido que no le hiciera daño al hermano, que no destrozara aquel monigote rijoso. Los niños en cambio miraban en silencio, con fascinación y susto, la violencia, la acción rápida y precisa de su padre. Escucharon los gritos sin consuelo de la mujer, a quien el sartén de los huevos estrellados se le había deslizado de las manos y a la caída un sonido como tañido de campana tronó en el suelo.
Pablo regresó en el sonido de su agitada respiración, trataba de calmar su cuerpo y su corazón para devolver tranquilidad a su familia, para buscar desesperado el equilibrio de la casa, para que la herida brutal de la violencia no hiciera más daño a sus tres hijos que esa mañana habían aprendido de golpe que la sangre y los alaridos también forman parte de la vida.