Por Hermann Bellinghausen
— Vino a hacer la América como miles, como millones, y la halló fértil y sabrosa. Tuvo la suerte de encontrar una cocina, y luego otra, y otra, precisamente lo que buscaba. Uno diría que fue mucha su suerte desde el comienzo. Aterrizó como chef en la cocina del único castillo verdadero que había en México, el del dictador, en Chapultepec. Dejaba atrás el abolengo y el ejército prusiano, hasta se redujo el apellido para viajar ligero de equipaje. Todo para llegar aquí a servir de comer al general y sus generales. No por mucho tiempo, cosa de tres años. Renunció por diferencias con la patrona, su generala, y se lanzó a las calles con independencia. Cocinó en hoteles, ensayó poner alguna fonda, caminó el Centro como un poseso. Así lo alcanzó la Revolución. Debió ser un fastidio para él, que prefería el aroma de un buen guiso al olor a pólvora que se apoderó del país.
Bien pudo retornar a Europa. Ni él, ni su hermano Enrique, eterno soltero que lo precedió en México por unos años, quizá desde 1900, salieron jamás del país y aquí los enterraron. Mi abuelo viviría aún medio siglo y nunca cruzó el Atlántico de vuelta. Al preferir la Revolución (fotografió la Decena Trágica) y sus consecuencias cotidianas, se ahorró dos guerras mundiales y la demencia absoluta de sus paisanos.
Su nostalgia se reducía a los platillos de su aprendizaje en las cortes de Baviera, Cristiania y el Gran Hotel de París, que reproducía magistralmente. Su descubrimiento juvenil del sazón magiar y la sabiduría para la cata de vino y cerveza los trajo consigo en el único barco transatlántico que tomó en su vida. Corría 1906, era joven, dispuesto a enamorarse del mundo, del sabor, del paisaje. Hasta de mi abuela, migrante alemana como él, a quien conoció cuando el dictador ya había tomado el Ypiranga.
De sus impresiones en La Habana, donde hizo escala, se conoce una carta en miniatura escrita a lápiz 20 años después para mi padre, que a sus 11 viajaba a Alemania con su madre, por única ocasión y un tiempo corto. Aquella carta se la dio a mi padre al despedirlo en Veracruz, con la instrucción de no leerla antes de llegar a La Habana, a la que con tiernas palabras describía como el lugar más bello del mundo, y le aconsejaba disfrutarla.
Por ese entonces, 1926, ya se había establecido con un negocio en la Ciudad de México; comenzó con una suerte de taquería en la glorieta de tranvías de Chilpancingo. Sus destrezas le permitieron abrir pronto La Culinaria en la calle de Génova, en la colonia Juárez, barrio que luego se conocería como Zona Rosa, donde viviría y trabajaría hasta 1950. Su local y residencia definitivos se ubicaron en la calle de Londres, a media cuadra de Niza. Salvador Novo lo menciona en Nueva grandeza mexicana.
Tengo para mí que fue un buen hombre que nunca le deseó mal a nadie, protegió artistas en desgracia, como Severo Amador, y llegado el horror a Europa ayudó a los refugiados judíos, la cara se le caía de vergüenza. Provenía de una prominente familia católica más que antigua en las tierras renanas de Colonia, rastreable hasta la tercera Cruzada. No conservo ninguna evidencia de su religiosidad, supongo que tenía poca. Menos que su mujer, protestante, nacionalista, y aunque parezca fuera de lugar decirlo aquí, plebeya. Esa abuela, grande y rotunda, obstinada, indestructible, que leía poesía en inglés, fue capaz de poner en manos de mi padre, en 1933, cuando cumplía 18 años, un lujoso ejemplar en pasta dura de la infame Mein Kampf.
Ay, mi abuelo, cuánto le dolería la Patria ingrata de sus ancestros. Sus hermanos y parientes militares de carrera o en edad de conscripción perecieron en el transcurso de dos guerras idiotas, entre 1914 y 1945, y su parentela directa se redujo a hermanas, primas y tías. Su misma ciudad, ilustre y gótica, fue destruida por los bombardeos aliados. La catedral medieval, una de las más antiguas y célebres, que sigue en pie, contaba entre sus donantes originarios a los antepasados remotos de mi abuelo; legaron un patrocinio al templo y a los familiares que decidieran hacer vida religiosa; éste duró por lo menos hasta el siglo XX. Todavía supe de una tía monja, creo que en un monasterio en Suiza, donde pintaba unas miniaturas preciosas y a veces las mandaba por correo.
Mi abuelo vivía en paz, había alcanzado la Tierra Prometida de los ingredientes. En estas latitudes encontró sabores incomparables, la gente olía a maíz y los guisos eran mágicos. En sus años de restaurantero fue un patrón justo y benévolo, según los testimonios de los cocineros y meseros originales que conocí de chico y aún trabajaban en el restorán que había sido suyo. Existen fotos de un gran picnic en las ruinas de Teotihuacan con sus empleados.
Mediando el siglo vendió su restaurante a un exiliado español, el papá de los famosos Goded, y se retiró a las afueras, por donde la incipiente colonia Irrigación, cerca del llano. En un jardín más bien pequeño cultivó una granja de pavos, gallinas y gansos comestibles, y un laberíntico huerto lleno de ingredientes. Frecuentaba los mercados de Tacuba y La Merced. Allí debió ver el color de todos los sabores, como en un cuadro de la fenomenal pintora, inmigrante ruso-alemana, Olga Costa.