Por Jesús Chávez Marín
Una de las novelas más divertidas que se han escrito en español es La tía Julia y el escribidor (1977), de Mario Vargas Llosa, ese gran maestro peruano y universal. Los lectores ideales para ese libro escrito con alegría y cuidadosa estructura son jóvenes de 15 a 25 años, porque el tema central es un love story y el contexto es el futuro, la utopía primaveral de cuando los ideales están en el cuerpo que alcanza plenitud.
En ese tiempo, el alma que sueña con los años que vendrán y serán mejores, esa etapa en la que la gente estudia, quienes tienen el privilegio de asistir a la escuela y tuvieron la suerte de algún respaldo económico para que los cuadernos y el uso de una computadora sean su ocupación principal, la mayoría con modestia y algunos con opulencia según les haya tocado boleto en la lotería universal del destino.
Pero no solo ellos, los estudiantes. También quienes no consiguen manera de ir al colegio de bachilleres, a la preparatoria, a la universidad ni al tecnológico que su vocación indicaba, de cualquier manera viven con plenitud esos años de su formación en el trabajo o en la calle, en la experiencia vital de su fortuna: la juventud divino tesoro.
Una de las mayores ironías de esa novela de juventud que Vargas Llosa escribió a los 40 años cuando era ya famoso y también el gran escritor que ha sido siempre, es que uno de sus personajes, Pedro Camacho, escritor de radionovelas, actor y director de sus propios relatos ante el micrófono, repite en cada una de las delirantes historias esta frase: aquel señor (o aquella señora según la escena que corresponda) andaba en la flor de la edad: la cincuentena.
Al leer esa frase, que como un coro griego se repite a lo largo de la novela, el lector se ríe de buena gana al imaginar la vida precaria y decadente con la que la imagen mental de los jóvenes veinteañeros concibe a los cincuentones y a las cincuentonas de este mundo.
El contraste verbal de los dos conceptos de esta paradoja imposible: flor de la edad + cincuentena produce la chispa de la risa de la que habla el filósofo francés Henri Bergson en un ensayo memorable.
Porque la verdad es que cuando alguien ya está viejón, como uno no tenga la más remota idea, en lo que menos piensa es en flores de durazno aunque tanto las admire en el rostro lozano de algunas jóvenes mujeres; y la flor de la edad ya nos hace recordar, aunque todavía con alegre nostalgia, la estrofa completa de Rubén Darío: juventud divino tesoro ya te vas para no volver, cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer.
Pero como la vida es el tiempo, y el tiempo todo lo equilibra y le procura su armonía natural, quienes cumplimos ese medio siglo de navegar en el mundo tenemos el libro espléndido que solo se consigue empeñando una vida entera: el gran libro de la memoria personal y pública de nuestra existencia.
En ese ambiente quise al iniciar el año que comienza, platicarles por escrito a las maravillosas lectoras de Auraed, y también, ¿por qué no?, a uno que otro pelado que le echa una mirada a estos cariñosos renglones impresos, de los escritores de la ciudad de Chihuahua que cultivan en su trabajo literario el arte vivo de la crónica.
Empiezo con el que considero uno de los cinco grandes maestros que me ha regalado mi azarosa existencia: Zacarías Márquez Terrazas, quien además de ser uno de los mejores conversadores que he conocido, hasta fue cronista oficial del municipio durante los años ochentas en las administraciones de Luis Álvarez y Mario de la Torre.
Aunque en sus conferencias y en su charla de café suele ser más ingenioso y alegre, en cualquiera de los 20 libros de historia que ha publicado a lo largo de 40 años su relato tiene siempre su atractivo de un bello arte narrativo, con el lujo plus de ciertos hilos poéticos que son propios de su estilo clásico y elegante.
Otro gran señor que con pluma o computadora cultiva la crónica con grandeza es Alejandro Carrejo Candia, quien publicó una bella novela de testimonio llamada Explosión y cada mes escribe completa su revista Crónicas de Huejuquilla, un boletín histórico que muy frecuente citan en ciudades para nosotros tan exóticas como Francia, Buenos Aires, Londres y Berlín.
Para seguir en la tónica de las vacas sagradas, hay que nombrar a Jesús Vargas, quien además de sus libros escribe completa en El Heraldo de Chihuahua una página llamada ni más ni menos La fragua de los tiempos.
Otro que también escribe páginas completas en ese mismo diario es Óscar Viramontes con ese tono de barriada y nostalgia cariñosa de su gran personalidad.
En ese mismo periódico aparece una escritora joven y sexy que se llama Laura Müller. Su columna se llama Ruleta urbana y está compuesta con deliciosas crónicas que son una delicia de feminidad y frescura escritas con la fuerte personalidad de mujer siglo XXI, ángulo de su gracioso y fino estilo escritural.
Entre las mujeres cronistas también está Flor María Vargas con su crónica semanal llamada La rueda de Perq. Y Dolores Gómez Antillón, quien escribió una historia del hospital central y una biografía de su jefe Pedro Gómez Ornelas, poeta del siglo pasado.
También la bella poeta Xóchitl Gabriela Borunda escribió crónicas graciosas y muy bien pensadas a fines de los años noventas del siglo pasado, pero hasta hoy no ha seguido ese tipo de texto que inició esos años con el gran talento que la caracteriza.
A principios de este siglo apareció un magnífico libro de crónicas de lectura llamado Pasión literaria de Martha Estela Torres Torres, novelista y poeta que para regalo de los mortales además de su bella presencia dejó registradas sus experiencias de lectora; ojalá siga escribiendo este tipo de relatos.
Otras cronistas muy disfrutables lo son Alma Montemayor en sus libros históricos de teatros, edificios, cantinas, y circos de toda especie. O la hermosa Micaela Solís quien cuando fue editora de su revista Cuadernos del norte escribió relatos de maquiladoras y años después un libro desgarrador de poemas cuyo tema son algunas mujeres de Juárez: una crónica poética que es también un altísimo grito de dolor.
Otras jóvenes cronistas que han aparecido en diversos medios son Marcela Bermeo Olvera, Cristal Armendáriz, Rocío Martínez, Dora Villalobos y Olga Aragón.
También están los grandes cronistas de los días cotidianos cuyo oficio principal es el periodismo y también escriben con gran talento narrativo: José Luis García, Jaime Mariscal Talamantes, David García Monroy, Jesús López, Óscar Enrique Ornelas, Zuriel Ólmos, Armando López Castillo, Raúl Gómez Franco, Enrique Perea Quintanilla, Juan Manuel Andazola, Fernando Ledezma y Elko Vázquez.
En el siguiente grupo están los poetas y novelistas que además escriben excelentes crónicas: el gran escritor Alfredo Espinosa, Ernesto Visconti Elizalde, Manuel López Chácon, Alfredo Jacob, Sergio Durán, Raúl Sánchez Trillo, José Pedro Gaytán, Raúl Manriquez, José Luis Domínguez, Dizán Vázquez Loya (autor de una maravillosa biografía titulada Don Adalberto) y Willivaldo Delgadillo.
Ya para cerrar este recuento con broche de oro, pongamos a nuestros excelentes cronistas de rock: Jorge Villalobos autor del libro Esqueletos en el clóset; Mario Rascón que escribió el buen libro Fantasmas de rock y otro más o menos que se titula Canción de rock; el ágil cronista y reportero Eduardo Arredondo y Víctor Hernández El Cachano que en un tiempo fue casi biógrafo de cabecera del grupo Eskirla y del virtuoso poeta Rodolfo Borja, también guitarrista y músico.
Por supuesto que no se me olvidaron los excelentes biógrafos y cronistas de teatro de la ciudad de Chihuahua: Óscar Erives, Jesús Ramírez, Luis David Hernández y Jesús Monrreal.
Estos son los cronistas de la ciudad al inicio de la segunda década del siglo, el 2010 en que mis más encarecidos deseos es que la pasen de lo más divertido, productivo y feliz todas ustedes, mis bien amadas lectoras al estilo Mápula. Hasta luego, preciosas.
Enero 2010.