Por Jesús Chávez Marín
No cabe duda de que los mejores comerciantes de la historia son los norteamericanos, capaces de vender tiempo aire, agua en botellas de plástico, lumbre en 53 presentaciones y diseños de armas de fuego, y tierra en sacos de cemento, cerámica y bienes raíces: los cuatro elementos en toda la escala de los precios y para todos los bolsillos: depende del sapo es la pedrada.
Para vender en taquilla una de sus más recientes producciones cinematográficas, titulada 2012, Columbia Pictures, una de las macroempresas de la gran industria de sueños llamada Hollywood anuncia ni más ni menos el fin del mundo, remozando una antigua profecía de los mayas, que en el lenguaje cifrado del simbolismo mezclado con ciencia incipiente e iluminación religiosa lanza gritos de alarma y condena sobre el mito de la maldad universal que clama al cielo diluvios, fuego, terremotos y aire ponzoñoso.
La película está padre y la verdad es que los productores consiguieron su propósito de reunir multitudes ante las taquillas de medio mundo en todos los idiomas. Se trata del típico desastre terminal y también el previsible drama del héroe amargado que sigue amando en secreto a la mujer que lo mandó al demonio por borrachín o por su adolescencia tardía. En este caso se trata de Jackson Curtis, quien durante toda la película suspira y se arrastra por Kate, su vieja, y por sus dos hijitos del divorcio Noah y Lilly. En esas anda, cuando de repente un montón de fanáticos se suicidan en masa ante la angustia de las profecías mayas del fin del mundo en 2012. Unas grietas de formato mega se abren en las calles de ciudades súper pobladas y los rascacielos se desploman como si no hubiera mañana. Y no lo había. Al final termina rescatando a su rorra y a los vástagos en heroicas acciones por cielo, mar y tierra, consigue abordar con ellos en uno de los exclusivos barcos de Noé que se habían construido en secreto para salvar a una parte de la humanidad, aquella pudiera pagar el boleto del pasaje a precio de millones de dólares y oro.
Para no hacerles más el cuento largo, sobrevive al desastre mundial un buen cacho del continente africano, donde la humanidad habrá de recetearse de nuevo.
El cine es hoy la expresión de la pesadilla recurrente del fin del mundo. Antes lo fueron libros sagrados, como la Biblia, donde se cuenta la historia del diluvio universal y también hay una bonita familia disfuncional, la de Noé. Y la del fuego del cielo sobre Sodoma y Gomorra, donde aparecen ángeles bien galanes, una vieja muy arisca, esposa de Lot, que termina convertida en estatua de sal, y unas señoritas bien intensas que se dedican al acto de tener familia, como se decía antes, para que la humanidad siga perpetuándose y alcance algún siglo de estos su redención, aquella que imaginaron antiguos patriarcas que nos dieron patria.
Otra bonita historia de esas es la diosa Kali, que se aventó una lucha a sangre y fuego contra gigantes de sombras e ignorancia, y luego de una batalla intensa a cuatro brazos partidos logra vencerlos con el fuego brillante de la verdad. Al final se pone tan contenta que canta y danza como loca, tan alegre y tan furiosamente que la tierra tiembla y destruye un montón de poblados y montañas. Si no es porque su esposo la detiene tendiéndose bajo sus pies, la humanidad se hubiera acabado de nuevo.
El mismo Platón no se quiso quedar atrás y en dos de sus famosos Diálogos, el Timeo y el Critias, se inventó la historia de la Atlántida, aquella isla que se hunde en el mar como castigo de Zeus ante la soberbia de los atlantes que ya se sentían muy fregoncitos con su ciencia y su tecnología, y habían iniciado la conquista del mundo.
La única verdad cierta es que el mundo se va acabando para cada uno de nosotros con la muerte, que hasta hoy sigue siendo una aventura individual de iluminación y sombra. Y aún antes de morir nos tocan otras muertes: cuando perdemos a un amor, o cuando muere un ser querido. Yo recuerdo con dolor perenne la muerte de mi madre, Carmen Marín, hace ya casi diez años. El día de su muerte, una mancha típica de vejez apareció en mi mano izquierda, como marca de esa muerte mía, nítidamente física y para siempre, de una parte de mi alma.
En la memoria de todos nosotros se refugia la muerte como un destino ineludible y también como una de nuestras maestras universales.
Abril 2010