Por Hermann Bellinghausen
— Son tiempos graves. Amigos, parientes y colegas suenan preocupados o dolientes, las cifras rebasan lo alarmante. Alabados sean los memes, esos chistes gráficos de estética dudosa pero sonrientes y continuos; sin ellos nadie se reiría en un tránsito tan serio. No tiene nada de divertido que los que gobiernan estén a prueba con pocas esperanzas de hacerlo bien, ni que sus opositores de cualquier otro color aprovechen dardos, datos y lo que sea para echar leña a la hoguera, con el deseo de que todo empeore. Desde el inicio de su reinado, el virus SARS CoV-2 ha sido vulgarmente político. La pugna por ganar ventaja política contamina la escena; la información torrencial nos inunda de cifras y noticias sí-o-no contradictorias, posee usos propagandísticos formidables en el contexto de un autoritarismo que también anda pandémico, y crece en sus efectos colaterales, sus secuelas, sus avances para el control físico y anímico de la población.
Daddy, daddy, it was just like you said / Now that the living outnumber the dead
(Laurie Anderson). En medio de todo esto, evadimos sopesar uno de los ámbitos de más significativa pérdida en estos años de la peste: las personas que se van son padres, madres, abuelos, tíos, maestros, referentes sabios y experimentados de distintas maneras, que dejan de pronto una soledad intelectual, de creencias y posturas que suponíamos sólidas, aun si antagónicas. Nuestra esperanza de vida
, peculiar concepto estadístico, anda confundida, por eso se habla poco de ella. Como en las guerras, las diásporas y los derrumbes, en las epidemias el azar entra en juego y se empantanan las cuentas, las previsiones, los modelos matemáticos, incluso los todopoderosos algoritmos.
Lo expresa con claridad meridiana una declaración de Jason Salman, vocero muscoguí de la nación cri (creek) al New York Times (12/1/21) ante el hecho de que las muertes de los hombres y mujeres mayores de las tribus en la pandemia están causando una fuerte crisis cultural para los indígenas de Estados Unidos.
Es como una quema de libros
, dijo. Estamos perdiendo un registro histórico, auténticas enciclopedias, ya no hay quién transmita esos conocimientos.
La misma noción de biblioteca en llamas la empleaba Laurie Anderson en World Without End (Mundo sin final
, en Bright Red, 1994): Cuando mi padre murió fue como si toda una biblioteca se incendiara
. Habrá quien diga, con razón, que esto sucede todo el tiempo, que vivir es también irse quedando huérfano, ayuno de mentes lúcidas y maduras, y de sus afectos.
Pronto se vio en 2020 que la enfermedad venía por la gente mayor, no sólo viejos. Ha pasado un año y sabemos que la cuota es alta. Otros padecimientos, la criminalidad común o la venganza contra las resistencias sociales (es el caso de los defensores ambientales en América Latina), también siembran orfandades, pero relativizar con ello la dimensión del drama es una trampa retórica. Toda clase de hijos y nietos andan recibiendo las cenizas, que podrían ser anónimas, de padres-madres que no la libraron. Digamos que es un recambio generacional más brutal que de costumbre. (En las guerras mueren los jóvenes en primer lugar, o en otras epidemias como la gripe española
de 1918 y el sida.)
No extrañe la impaciencia juvenil de que ya termine todo de pasar. Ya ni en los velorios nos vemos. Igual, uno no se reúne con nadie, y si lo hace, mira y es mirado feo.
Prevalece un subconsciente síndrome del Diario de la guerra del cerdo, de Adolfo Bioy Casares, un soterrado que se terminen de acabar de una vez los viejos
.
A quién no le dan ganas de voltear la página, pasar a otros asuntos, como en los noticieros de antaño, cuando la temática no era tan obsesiva que afectara lo mismo los desfiles de moda, las elecciones, la nota roja y los deportes.
Resulta que la meta médica es alcanzar la inmunidad del rebaño
. Irónica expresión técnica en un periodo en el cual los poderes-que-son pretenden convertir a la humanidad en un rebaño (viejo sueño totalitario que hoy les parece a punto, aunque es improbable que lo consigan).
Una característica reiterada a lo largo de la historia es que los mayores desestimen a sus sucesores: siempre serán más burros que uno. Como fueron ellos para sus jefes y mentores. Aunque siempre habrá los que la duración haga sabios, así sea por acumulación de años, no importa si para la jardinería, la agricultura, la gastronomía, el pensamiento filosófico o la experiencia clínica.
Una asfixia nada metafórica está diezmando a los mayores de todas las tribus. Pasado el gran pasmo, habrá que levantar del suelo sus antorchas y perdonarles que nos dejaran solos en tiempos tan canijos, cuando más falta hacían.