Por Ernesto Camou Healy
— Estamos cumpliendo once meses desde que empezó la cuarentena por la epidemia de Covid. Ha sido un tiempo complicado: Todos estamos amenazados, pero unos más que otros; los adultos mayores tenemos más riesgo, aunque hemos ido aprendiendo que el virus también puede cebarse en los jóvenes. Todos tenemos motivos fundados para cuidarnos y evitar los contagios.
Estos meses estamos sufriendo un rebrote agudo, hemos llegado a cotas que superan las del verano pasado. Son muchos los que se infectan y, a pesar de que la mayor parte sobrevive sin demasiados problemas, sí vemos que la plaga nos amenaza cada día más.
Una de las razones que desencadenaron los nuevos contagios fue la multiplicación de reuniones, fiestas familiares, juntadas y posadas con ocasión de la Navidad y el Año Nuevo. Esos eventos, aunque menos que en tiempos normales, sin duda provocaron un alto porcentaje de las infecciones que estamos sufriendo un mes después.
El virus no es un bicho, sino una entidad biológica formada de códigos genéticos que funcionan como un parásito que se infiltra en las células vivas y en ellas se reproduce, a veces aceleradamente hasta causar enfermedades muy serias, o un simple resfriado. Es una entidad oportunista que necesita de las células para subsistir y que, en la medida en que pasa de una persona a otra, desata procesos de multiplicación durante los cuales tienen lugar cambios y modificaciones del mismo virus que forman nuevas cepas, más agresivas o menos dañinas.
Lo más probable es que con el tiempo, años quizá, la toxicidad vaya aminorando hasta convertirse en una molestia estacional más. La virulencia actual se explica porque pasó de un mamífero, el pangolín probablemente, a humanos que no contábamos con las defensas adecuadas contra esta toxina; de ahí los síntomas variados, desde unas cuantas molestias hasta daños a los órganos internos en quienes tienen más debilidades corporales.
La “lógica” del virus, por usar un símil metodológico, es encontrar un nicho adecuado -los humanos en este caso- que le permita mantenerse activo; la muerte del infectado sería, en esa “lógica”, un fracaso viral. Las mutaciones son un mecanismo evolutivo para lograr la permanencia, sin causar daños extremos; pero en estos meses, para usar otro símil, el coronavirus está en un “período de prueba”, ajustándose mediante cambios en su estructura hasta adaptarse al nuevo ambiente. Y mientras, mata a los más susceptibles, por edad, mala salud o hábitos nocivos de vida, pero los que sobrevivan tendrán capacidad para manejar biológicamente esa toxina y sus efectos, que pasarán a constituir un padecimiento más, no demasiado delicado, esperamos.
Eso sucedió con la pandemia de influenza en 1918: En su momento causó 50 millones de muertes y paulatinamente pasó a ser un padecimiento que debe tomarse en serio, pero que, para la mayoría, puede ser tratado en casa y sin especialistas. Se desarrollaron vacunas para prevenirla y hay antibióticos que auxilian en el combaten; algo similar sucederá con el coronavirus, aunque nos tocó vivir los primeros escarceos entre el virus y la ciencia médica actual.
Se están desarrollando y aplicando vacunas para combatir esta plaga, bien y conveniente, pero no hay que olvidar que una parte considerable de los afectados graves carecía de terreno biológico adecuado para resistir este flagelo: Padecían hipertensión, obesidad, diabetes, o desnutrición en el caso de las mayorías en pobreza, y les resultó extremadamente difícil superar la infección. En muchos casos los malos hábitos alimenticios y la vida sedentaria, más el trabajo enajenante que promueve la sociedad de consumo, han creado el medio adecuado para que esta pandemia afecte de gravedad a una parte considerable de la misma colectividad.
Hay que aprender a comer sano, ejercitarnos, vivir una vida armoniosa y no caer en la angustia del consumismo y la competencia por tener más. Más bien hay que ser más humanos y mejores personas, equilibradas, sanas y serenas. Quizá así las vacunas sean más eficaces, o innecesarias.