Por Francisco Ortiz Pinchetti
—Cada año, entre finales de agosto y principios de septiembre, mis padres apartaban una mañana para ir al mercado de La Merced a comprar las nueces para la nogada. Eran nueces de Castilla frescas, de la mejor calidad, con todo y su coraza arrugada y dura. La compraban por ciento. Mi padre, don José, se encargaba con su cascanueces de metal plateado de la ruptura de la cáscara exterior, que requería cierta fuerza y mucha habilidad. Toda la familia, excepto él –e incluida la cocinera de la casa–, participábamos en la poco grata tarea de extraer la parte comestible llamada endocarpio de cada nuez, que recuerda la forma del cerebro, y depositarla en una enorme olla llena de agua.
El trabajo más arduo tenía lugar al día siguiente, luego de que las nueces habían pasado toda la noche en remojo. Se trataba entonces de retirar la fina cutícula de color pardo, ya reblandecida, que cubre al endocarpio y depositar los trozos de nuez limpios y de color amarillento claro en un recipiente con leche fría, para evitar su oxidación. Eran horas y horas dedicadas a esta labor, indispensable para evitar que el pellejo les diera un sabor amargo muy desagradable.
Venía luego la tormentosa elaboración del picadillo con el que se rellenarán los chiles poblanos que previamente habían sido asados, pelados y desvenados. (Las recetas sobre ese picadillo varían, pero básicamente consisten en carne molida de res y de cerdo combinada, frutas frescas diversas, pasas, ciruelas secas y acitrón). Una vez rellenos, los chiles eran cuidadosamente enharinados y capeados con huevo, y así pasados por aceite. Finalmente eran colocados sobre papel de estraza absorbente para quitarles grasa.
La elaboración de la salsa, propiamente la nogada, era privilegio de mi madre, Emily, que oficiaba en solitario. Ella había heredado la receta original probablemente de su abuela poblana, a través de su madre, Adelita. Conozco por supuesto los pormenores del guiso, pero por obvias razones no puedo revelarlos. De hecho, conservo la receta bajo llave, en un cajón de mi escritorio donde guardo también mi acta de nacimiento, mi pasaporte y una copia de mi credencial de elector.
No puedo todavía explicarme cómo mi inolvidable mamá era capaz de preparar hasta treinta chiles en nogada por una sola comida familiar, lo que hacía posible que cada uno de nosotros, mi padre el primero, pudiera despacharse dos o tres chiles de muy buen tamaño en una sentada. Por supuesto que valía la pena disfrutar semejante manjar, lo que ocurría solamente una vez al año, justo por estos días.
Un dato que puede resultar orientador entre la avalancha de adulteraciones que hoy se venden en los restaurantes, es que la salsa que preparaba mi madre no era blanca como la nieve, como ahora la vemos en la mayoría de los casos debido a su elaboración a base de crema de leche de vaca, sino que tenía un color café claro que obviamente correspondía a la inclusión de las auténticas nueces de Castilla en su preparación. Puedo asegurarles que la verdadera receta de la nogada no incluye crema, como ocurre con los que ofrecen casi todos los restaurantes que en esta época del año; que tampoco lleva azúcar, ojo; que los chiles deben ir capeados y que se sirven a la temperatura ambiente. Yo procuro cumplir esas normas básicas cada vez que me atrevo a acometer la hazaña de preparar esa delicia culinaria. Hay la ventaja de que ahora es relativamente fácil conseguir las nueces frescas ya totalmente peladas.
Lo que más me sorprende, porque no tiene una explicación lógica, es el precio exorbitante que ha adquirido este platillo, convertido ya en el más cotizado de la rica y variada gastronomía mexicana. Aún sin acogerse a la auténtica receta, hoy por hoy no hay “chile en nogada” que cueste menos de 150 pesos; pero se llega al abuso en lugares de postín de venderlo hasta en 350 pesos la pieza. Hace unos días estuve en Puebla, donde es posible que la elaboración sea más genuina, pero los precios no bajan de 250 pesos en cualquier restaurante de nivel medio. Encontré un lugar muy prestigiado en el centro de la ciudad en que los ofrecían por 385 pesos. Un chile.
Por alguna razón, tal vez la moda o un extraño fenómeno de mercadotecnia, los chiles en nogada se convirtieron en un manjar de lujo. Y no encuentro francamente ninguna justificación. Ciertamente, si se hacen con apego a la tradición culinaria, se trata de un producto de tardada y engorrosa elaboración, que puede implicar el uso costoso de la mano de obra; pero el costo de los ingredientes, incluidos los chiles poblanos, el relleno y la salsa, no tiene por qué ser superior a los 35 pesos por pieza, considerando ya el alto precio de la nuez de Castilla pelada, que hace un par de años llegó a 700 pesos el kilogramo y que hoy –gracias a las abundantes lluvias—puede conseguirse en 450 pesos. O en 140 pesos el ciento, si se adquiere con cáscara. La ganancia llega a niveles del mil por ciento, No se vale, digo.
Mi cálculo está basado en el precio de ocho nueces por cada chile, lo que es francamente sobrado (la receta de Frida Kahlo, por ejemplo, indica 30 nueces para 12 chiles) e incluye ingredientes de la mejor calidad para el relleno y la salsa. La falsa nogada se elabora a menudo con nueces comunes, como la pecana, notablemente más baratas: se consigue por 260 pesos el kilo, al menudeo.
Conocemos la leyenda de que los chiles en nogada fueron inventados en 1821por las madres agustinas del convento de Santa Mónica, en la ciudad de Puebla, para festejar el cumpleaños de Agustín de Iturbide, el 28 de agosto, cuando se hospedó en la actual Angelópolis a su regreso de firmar los Tratados de Córdoba que consagraban la Independencia de México. Y sabemos por los cronistas de la Colonia que las nueces de Castilla tuvieron su origen mexicano en el poblado de Calpan, en la sierra nevada poblana, donde fueron sembradas hacia 1539 por los frailes españoles en la huerta del convento franciscano de esa localidad y de donde se extendió su cultivo a otras regiones del estado y del país.
Lo cierto es que el chile en nogada es hoy por hoy el platillo patrio por excelencia, imprescindible ya en estas fiestas septembrinas, con su bella apariencia (así sea muchas veces resultado de la adulteración): el verde del perejil, el blanco de la salsa y el colorado de los granos rojos de granada. Procure que no le vean la cara y, si puede darse el gusto, disfrútelo sin ponerse tan quisquilloso como yo. Válgame.
@fopinchetti