Verdad y justicia, los pendientes

Por Javier Sicilia

—Después de sobrevivir a Auschwitz, Primo Levi escribió en 1947 lo que sería el primer libro de su tremenda trilogía sobre los campos de concentración nazi, Si esto es un hombre. No obstante la importancia del testimonio, nadie durante 10 años quiso publicarlo.

Ante hechos sombríos, todos los pueblos sin excepción prefieren el olvido a la verdad y el recuerdo. De allí esa palabra que se deslizó como un lapsus linguae en la justicia transicional: amnistía (olvido). Pero, como lo ha señalado Han Küng, refiriéndose a la sentencia de Santayana –“Quien olvida su historia está condenado a repetirla”–, ni la represión de la realidad ni el olvido llevan a la liberación; sólo el recuerdo y el reconocimiento.

Desde hace dos sexenios, México padece una violencia atroz, cuyos trágicos costos no han sido asumidos con toda responsabilidad ni por los gobiernos que la han propiciado ni por una buena parte de la sociedad.

Pese a la irrefutable verdad de sus testimonios, a las víctimas se les ha intentado olvidar reduciéndolas a cifras y abstracciones, despreciándolas (“algo habrán hecho”, “seguramente se lo merecían”, “ya supérenlo”), impidiendo, como en el caso Ayotzinapa, el esclarecimiento de los hechos, limitando la apertura de fosas clandestinas, colocando por encima del sufrimiento otras agendas y normalizando el horror. La tragedia, como sucedió con el libro de Levi, es tan espantosa que, para evitar el inmenso costo en sufrimiento moral y en inversión económica que implica encararlo, es preferible mirar hacia otro lado, relativizar su gravedad, hacer como que no existe ni existió.

La llegada de López Obrador como virtual candidato electo a la Presidencia de la República ha traído una bocanada de oxígeno y una esperanza a la tragedia. En su discurso del 1 de julio asumió, como una de las prioridades de su gobierno, “cambiar la estrategia fallida de combate a la inseguridad y la violencia” y elaborar un “plan de reconciliación y de paz”.

Por desgracia, preso del miedo que padecen todos los pueblos ante sus hechos siniestros, Andrés Manuel olvidó a las víctimas. No hubo para ellas una palabra, un abrazo, una memoria, un lugar, un compromiso. No existen en su camino hacia la paz y la reconciliación. Eso preocupa. No sólo porque al silenciarlas López Obrador incurrió en el mismo olvido y en el mismo desprecio de los anteriores gobiernos, sino porque sin las víctimas y la verdad que llevan consigo, sin su clamor de memoria y justicia, no habrá nunca paz, mucho menos reconciliación.

Sin la verdad, que guarda la memoria (hay que crear una comisión de la verdad para saber con claridad quiénes son las víctimas, qué les sucedió, quiénes son responsables de sus muertes y dónde están los desaparecidos) y sin la justicia (hay que abrir todas las fosas del país, no sólo las del crimen organizado, sino a partir de los hallazgos de las fosas comunes de Tetelcingo y Jojutla en Morelos, las de todas las fiscalías; hay que ampliar la infraestructura de los Semefos, invertir en antropólogos forenses, en laboratorios para el procesamiento de ADN, crear una plataforma única y universal de datos de ADN, aplicar los protocolos forenses internacionales, y capturar, procesar y sentenciar a los criminales); sin ellas, la paz y la reconciliación serán sólo una buena voluntad, y el país no saldrá adelante como Andrés Manuel lo prometió.

La palabra misma reconciliar, que implica un llamado a unir lo que se rompió, no puede prescindir de la verdad que llevó al agravio y a la ruptura, ni tampoco de la justicia que implica la reparación del daño, si es que en algo el asesinato, la tortura y la desaparición pueden ser reparados.

Si real y sinceramente López Obrador y su equipo han asumido la tarea de abrir el camino hacia la paz y la reconciliación del país, no deben hacer menos de ello. Olvidar a las víctimas, omitir la verdad de su tragedia, negarse a su insoportable memoria y a la justicia que reclaman, no sólo es fracasar desde el comienzo, es también convertir el sufrimiento en maldición.

Sólo asumiendo abierta y críticamente la espantosa experiencia histórica de los últimos sexenios, el gobierno de Andrés Manuel puede hacerse de una conciencia moral profunda y ser verdaderamente capaz de ayudar a sanar la herida de México.

Es imposible superar la tragedia olvidándola, privándola de su importancia y no asumiendo el enorme costo que implica sanarla. Lo queramos o no, la tragedia sigue siendo parte del presente y aguarda, desde hace mucho, el alivio.

Andrés Manuel no ha dejado de hablar del amor. Una palabra hermosa que sólo adquiere sentido cuando, como en la parábola del buen samaritano, nos sentimos cuestionados, obligados, requeridos por el sufrimiento del otro y aceptamos la exorbitante responsabilidad de tomarlo a nuestro cargo y sanarlo. Y en lugar de negar, de olvidar, de dar la espalda, como siempre se hace, acoger al otro con todo el peso de su insoportable verdad.

Nada más difícil, nada más hermoso y necesario en esta larga noche que se abre a la esperanza; nada más acorde con la verdad y la justicia que día con día, año con año, no hemos dejado de aguardar y de mantener vivas en una extenuante resistencia.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE.

Este análisis se publicó el 15 de julio de 2018 en la edición 2176 de la revista Proceso.

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