Por Leonardo Boff
—Existe una percepción general de que la situación de la humanidad no es buena, pues hay una acumulación absurda de riqueza en pocas manos, dentro de un mar de miseria y de hambre.
La situación en Brasil no es mejor. Vivimos perplejos, por las maldades que se han cometido, anulando derechos de los trabajadores e internacionalizando riquezas nacionales que sostenían nuestra soberanía como pueblo. Los que dieron el golpe contra la Presidenta Dilma Rousseff tienen un plan de corte radicalmente neoliberal, y están dispuestos a llevarlo hasta el final, a costa de una crisis atroz y de la destrucción de cualquier horizonte de esperanza.
Lo que se está haciendo en Europa contra los refugiados, rechazando su presencia en Italia y en Inglaterra, y peor, en Hungría y en la catolicísima Polonia, alcanza niveles de inhumanidad. Las medidas del presidente norteamericano Trump arrancando a los hijos de sus padres inmigrantes y metiéndolos en jaulas, denota barbarie y ausencia de sentido humanitario.
Ya se dijo que «ningún ser humano es una isla… por eso no pregunten por quién doblan las campanas. Doblan por ti, por mí, por toda la humanidad».
Pero si las tinieblas que se abaten sobre nuestros espíritus son grandes, mayores aún son nuestras ansias de luz. No dejemos que esa demencia de la que hemos hablado antes tenga la última palabra.
La palabra mayor y última que resuena en nosotros y nos une a toda la humanidad es la de solidaridad y compasión con las víctimas, la de paz y sensatez en las relaciones entre los pueblos.
Las tragedias nos dan la dimensión de la inhumanidad de que somos capaces. Pero también dejan que venga a la luz lo verdaderamente humano que habita en nosotros, más allá de las diferencias de raza, ideología o religión. Lo humano en nosotros hace que juntos lloremos, juntos nos enjuguemos las lágrimas, juntos oremos, juntos busquemos la justicia, juntos construyamos la paz y juntos renunciemos a la venganza.
La sabiduría de los pueblos y la voz de nuestra conciencia nos lo testimonian: un estado que se hizo terrorista, como Estados Unidos con Bush, no va a vencer al terrorismo. Ni el odio a los imigrantes latinos difundido por Trump traerá la paz. El diálogo incansable, la negociación abierta y el acuerdo justo le quitan la base a cualquier desamparo, y cimentan la paz.
Las tragedias que nos alcanzaron en lo más profundo de nuestros corazones nos invitan a repensar los fundamentos de la convivencia humana en esta nueva fase, la planetaria, y cómo cuidar de la Casa común, la Tierra, tal como pide el Papa Francisco en su encíclica sobre ecología integral.
La situación es urgente. Esta vez no habrá un arca de Noé que salve a algunos y deje perecer a los demás. Tenemos que salvarnos todos, la «Comunidad de Vida de humanos y no humanos».
Para eso tenemos que abolir la palabra «enemigo». El miedo crea al enemigo. Exorcizamos el miedo cuando hacemos del distante un próximo y del próximo, un hermano y una hermana. Alejamos el miedo y al enemigo cuando empezamos a dialogar, a conocernos, a aceptarnos, a respetarnos, a amarnos, en una palabra, a cuidarnos. Cuidar nuestras formas de convivencia en la paz, la solidaridad y la justicia; cuidar nuestro medio ambiente para que sea un ambiente «entero», en el que sea posible el reconocimiento del valor intrínseco de cada ser; cuidar de nuestra querida y generosa Madre Tierra.
Si nos cuidamos como a hermanos y hermanas desaparecen las causas del miedo. Nadie necesita amenazar a nadie. Podemos caminar de noche por nuestras calles sin miedo a ser asaltados y robados.
Ese cuidado solamente será efectivo si viene acompañado de la justicia necesaria, por la atención a las necesidades básicas de los más vulnerables, si el Estado se hace presente mediante sanidad, escuelas, seguridad y espacios de convivencia, de cultura y de ocio.
Sólo así gozaremos de la paz, cuando haya un mínimo de buena voluntad general y un sentido de solidaridad y de benevolencia en las relaciones humanas. Éste es el deseo básico de la mayoría de los humanos.