Cuento: La tele y el pisto

Por Jesús Chávez Marín

El borracho empedernido era lo apenitas funcional para que no lo corrieran del trabajo, aunque siempre fue buen proveedor económico del hogar y nomás por eso se imaginaba a sí mismo ser el esposo modelo y magnífico padre de familia.

En la mañana tomaba un vasito de whisky; nunca en ayunas porque sabía cuidar la salud, y nunca un segundo caballito, bueno, a veces sí, pero muy pocas veces, porque no quería reborujarse en la labor cotidiana: Era contador de una agencia de carros y si se le cuatrapeaban los números podría hacérsele un desmadre la hoja de cálculo. Y lo peor es que ya no eran aquellas hojas de cálculo que uno visualizaba completas para ver dónde estuvo el rojo, ahora todo eran programas de computadora, y si aplastaba uno la tecla equivocada se hacía un remolino en cadena.

Al salir de la chamba, entonces sí se soltaba el pelo como en la canción de Luis Pérez Meza: “Se dirige con gran sentimiento hacia la cantina se va a emborrachar”.

Y bueno, fuera viernes, o alguno que otro día entre semana, okey, pero no, esto fue de toodos los días. Aunque eso sí, como el cromo intachable que creía ser, regresaba temprano a casa, para no desvelarse. Caminando derechito y muy contento, aunque sin exagerar. Los aspavientos no eran lo suyo, sino la amabilidad constante.

Los fines de semana eran la merecida recompensa para tanto sacrificio. Se aislaba de la familia y en su cuarto permanecía metiéndose severas dosis de series y películas al compás de muy medidos pero constantes vasitos de tequila Herradura blanco aderezados con cerveza Bohemia clara.

Para su esposa ya era un extraño hombre de color bermejo, con quien apenas hablaba lo indispensable. Para los dos hijos, ya adolescentes, era una vergüenza social, íntima pena.

 

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