Por Ernesto Camou Healy
— Cuando éramos niños en casa nunca faltaba a mediodía, una jarra de té negro helado, endulzado con medida y servido en vasos altos con harto hielo. Desde unas horas antes mi madre había colocado al sol el recipiente, “pichel” le decíamos, lleno de agua y con dos bolsas de te negro sumergidas. Ahí se iba logrando la infusión. Cada uno se servía su vaso, agregaba hielo, y le exprimía medio limón. Era nuestra agua fresca de todos los días.
Por alguna razón que agradezco, no compraban mis padres refrescos o sodas de ninguna clase. Había té y a veces limonada; ya un poco mayores, cuando se habría una botella de tinto, sucedía muy a la larga, le poníamos un poco a la limonada para convertirla en sangría.
Cuando salíamos a restaurantes, la comida china era un favorito, el Pradas en la calle Serdán era otro, o el café del Hotel San Alberto que administraba el tío César Gándara, sí nos permitían tomar alguna soda. Mis padres no les hacían la guerra, simplemente no las compraban en casa.
Me gustaban las soditas Imperial, que costaban 30 centavos y había de vainilla, fresa, uva, limón o naranja; también me inclinaba por las Misión, sobre todo anaranjada. Nunca me gustaron mucho las de cola, incluso cuando aprendí que con ellas se confeccionaba la Cuba Libre. Muy pronto me di cuenta que era mejor el ron con hielo y limón, que aquella bebida dulzona y pintada de negro.
Años después reflexioné que esa combinación de agua, azúcar, color artificial y gas adicionado no quitaba la sed, y parecía particularmente dañina para la salud. Hace varias décadas que no tomo una bebida de esas. Y ahora, en esta peculiar contingencia, se ha comprobado que el exceso en el consumo de refrescos, botanas y comida chatarra nos hizo uno de los países con más alto porcentaje de obesidad en el mundo; y esta condición insalubre es uno de los elementos que han sobre determinado la gravedad de muchos que se han contagiado de Covid. Son numerosos los jóvenes, además de adultos mayores, que han sufrido, incluso muerto, porque el virus encontró un terreno adecuado para mermar su salud, por su obesidad, diabetes o hipertensión, producto de años de consumir este tipo de alimentos, dañinos y no nutritivos.
Esta semana, en Oaxaca, el Congreso estatal aprobó una ley que prohíbe la venta o regalo de refrescos embotellados a menores de edad. No sanciona su consumo: Si los padres lo aprueban, pueden servirles sodas en un restaurante, o los mismos progenitores pueden comprarles estas bebidas, bajo su responsabilidad. Pero un extraño, amigo o pariente puede incurrir en falta si le proporciona a un menor un brebaje de esos.
La razón es muy clara: “La presente iniciativa busca coadyuvar a resolver los graves problemas de salud que implica para la infancia el consumo de bebidas azucaradas y alimentos envasados de alto contenido calórico (…). La presencia de estos elementos en la dieta infantil deviene en obesidad, sobrepeso, diabetes y otras enfermedades que merman considerablemente la calidad de vida de las personas e incluso ocasionan la muerte”.
Y también condenan su comercialización indiscriminada: “La venta, distribución y exhibición de cualquiera de sus productos a través de distribuidores automáticos o máquinas expendedoras”.
A esta iniciativa se opusieron las uniones de comerciantes y los representantes del PRI en el Estado. Arguyen que en estos tiempos de crisis una ley tal sólo agudizará la situación de muchísimos comerciantes, y también de los productores de estos refrescos. Dicho argumento quiere ignorar que lo que se distribuye indiscriminadamente es algo pernicioso, que causa serios dañosa la salud infantil y pone en riesgo eventualmente hasta su vida. Son, al igual que los cigarrillos, un veneno tolerado que ha hecho mucho daño, y se debe erradicar, en Oaxaca, México y el globo entero.
Es un cambio cultural urgente, y Oaxaca nos muestra el rumbo.