La Paciente Impaciencia

Por Francisco Ortiz Pinchetti

— Me gustó el título del famoso libro autobiográfico del comandante Tomás Borge, fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) de Nicaragua, para describir el ánimo que muchos enfrentamos al ver y sentir pasar las semanas en un encierro que parece interminable, esperanzados en que la mentada curva empiece a aplanarse y descender. Nada que ver esto con el contenido de La Paciente Impaciencia (Ed. Diana, 1989), a cuyo autor entrevisté por cierto en Managua para el semanario Proceso,  precisamente a raíz de la aparición del libro.

Para los capitalinos en particular, no es grato enterarnos todos los días de la persistencia terca de la pandemia, alentada increíblemente por descuidos irresponsables, pifias sanitarias  y por el mismo cansancio inevitable de la cuarentena. No cede la incidencia de contagios y consecuentemente de fallecimientos causados por la COVID-19, a pesar de los llamados ya notoriamente desesperados de la Jefa de Gobierno. Todos los días la noticia se repite: continúa el ascenso, imbatible.

El último reporte de este jueves  indica que el número de contagiados confirmados en la Ciudad de México sigue en una “meseta” y llega a 30 mil, mientras los fallecimientos superan los cuatro mil. En ambos rubros la capital es líder entre las entidades del país, aunque el porcentaje de camas generales y de terapia intensiva disponibles es todavía aceptable, según dicen. Nuestro semáforo seguirá en rojo.

Hace dos días, el Gobierno de Ciudad de México anunció un nuevo Programa de Detección, Protección y Resguardo. El objetivo, explicó Claudia Sheinbaum Pardo, es la identificación temprana de personas contagiadas así como su aislamiento, para así cortar la cadena de contagios.

El programa tendrá dos ejes: las medidas personales de los ciudadanos, que son básicamente las mismas que se han recomendado, como el quédate en casa, el uso de cubrebocas y el lavado de manos,  y las acciones de Gobierno. Se hará una campaña de información casa por casa para la protección frente al coronavirus con el apoyo de cinco mil brigadas, conformadas por servidores de las alcaldías y participación ciudadana.

En segundo lugar se implementará un protocolo de atención temprana que permita orientar a los pacientes para obtener atención especializada lo antes posible. Este trabajo, clave, será coordinado por el Instituto Nacional de Nutrición y la  Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), ambas instituciones que se cuentan entre las más prestigiadas del país.

El programa implica la aplicación de un elevado número de pruebas para detectar a posibles contagiados, procurar su aislamiento y dar seguimiento a sus contactos, para terminar con la cadena contagiosa, lo que parece muy lógico y razonable.

Sin embargo, el problema es que esa estrategia, que suena coherente, no es respaldada por las autoridades federales de la Secretaría de Salud, que siguen tercamente empeñadas en negar la utilidad de la aplicación masiva de pruebas recomendada por la Organización Mundial de la Salud y seguida con éxito por muchos países del mundo.

Con todo, la preocupación de la autoridad capitalina y la implementación de su nuevo programa, dan un soplo de esperanza a quienes esperamos con paciente impaciencia que la situación empiece a mejorar una vez que alcancemos el anhelado pico.

En mi caso particular, después de 10 u 11 semanas el encierro forzado que en un principio tenía inclusive aspectos divertidos, ha empezado a hartarme. Ya me aburre el asomarme por las rendijas de los periódicos y portales del Internet a lo que ocurre en México y en el mundo y de enterarme de las aberraciones cada vez más desquiciantes de nuestro feliz Presidente.

Ya resulta insoportable.

También ha dejado de entusiasmarme el reto diario de la elaboración de mis alimentos, sobre rodo porque no tengo con quién compartirlos. Rebeca, mi pareja, está varada en Guanajuato desde el inicio de la pandemia, apenas terminado nuestro último paseo juntos en Aguascalientes. Ya no pudo moverse de su terruño, como ella lo llama, de modo que cada uno por su lado tenemos que enfrentar este encierro en aburrida soledad. Y extrañándonos.

Mis paseos fugaces al parque de enfrente, indispensables para tener siquiera un soplo de aire libre y hacer un poco de ejercicio, además de rutinarios se han vuelto cada vez más complicados por la cantidad de perros que por la tarde sacan a pasear a sus dueños sin tener las debidas precauciones y sin preocuparse por mantener aun en el jardín público la sana distancia. De momento pareciera que se le quieren echar a uno encima, en lugar de evadirnos mutuamente.

Tampoco mitigan ya mi hastío los conciertos que escucho por You Tube ni la lectura o relectura de los libros más atractivos.  Me quedo dormido escombrando papeles viejos. No me anima mayormente la posibilidad de escribir, salvo esta columna semanal. Acaso desde hace tres semanas me entretiene al menos por un rato mi participación en una Mesa por Zoom organizada por Hugo Loya en la que participamos con él varios otros colegas muy queridos y admirados.

Por supuesto entiendo que lo importante es preservarse del contagio, muy posiblemente –y literalmente– para sobrevivir y que cualquier sacrificio vale la pena con tal de un día volver a abrazar a mis hijos y a mi nieta, caminar por el centro de mi querida ciudad, compartir un fetuccini al pesto (y un apapacho) con Becky, disfrutar un café en la Parroquia de Veracruz o reunirme con los amigos en grata tertulia, como antes.

No sé si la paciente impaciencia dure lo suficiente para no caer en la desesperación, mientras la maldita curva empieza a caer. Prometo hacer todo lo posible. Válgame.

@fopinchetti

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