Por Javier Sicilia/Proceso
— Las catástrofes, como la que hoy experimentamos bajo la emergencia de la covid-19, además de mostrar la inoperancia de las instituciones del Estado para cumplir con su vocación fundamental: proteger a la gente, suelen potenciar lo peor y lo mejor de lo humano.
Hoy, como nunca, las páginas de A puerta cerrada, que sintetiza la frase de Sartre: “el infierno son los otros”, se vive en cada rincón del planeta.
Los otros han dejado de ser nuestros hermanos para convertirse en amenazas. Su presencia se ha vuelto infernal. Son, en la percepción que la medicina nos ha construido, posibles portadores del virus que hay que mantener lejos para evitar su contagio.
El encierro, el metro y medio de distancia, el cubrebocas, la careta de plástico, los guantes, el lavado compulsivo de las manos, los encuentros en la asepsia virtual de una pantalla, y sus rostros más aberrantes –la discriminación, el insulto, el cloro arrojado sobre rostro y ropa de médicos y enfermeras, el garrote, la multa–, son hoy las formas más visibles de la infernalidad en la que nos hemos convertido como prójimos.
Hoy también, sin embargo, lo mejor de nosotros se potencia. No es posible, por desgracia, decir, que ese mejor es la contraparte del infierno sartreano, como lo reveló el Evangelio o lo mostró Levinas: un llamado a encontrarnos cara a cara con el otro; “ese feliz encuentro de almas que se saludan, conversan”, y nos lleva al “milagro de salir de sí”. La infernalidad del otro se ha apoderado de todos.
Pero aún, mediado por las monstruosidades que nos distancian carnalmente de él, el encuentro con el otro pervive y se manifiesta en lo que llamamos compasión y generosidad. Hay encuentros, si no cara a cara, sí conmovedores en aquellos que por su vocación –la medicina– se enfrentan con el sufrimiento de quienes han sido realmente afectados por la covid-19.
Muchos no los conocemos, pero suceden cotidianamente en los hospitales desbordados por el sufrimiento y la negligencia de quienes administran el Estado. Uno de ellos, que en su singularidad expresa la de muchos otros, es el de la enfermera tijuanense Margarita Hernández (Lady Cartas) que fue alcanzada por el virus.
A Margarita, como a tantos otros de su gremio, nada la obligaba a ir más allá de lo que su profesión, mediada por la frialdad administrativa y la exigencia de atender médicamente a los enfermos, la obligaba. Hacía, sin embargo, algo más. Llevaba, a la soledad y a la angustia de los enfermos, los sueños y el cariño de sus familiares mediante cartas que ella misma les leía detrás de su cubrebocas y sus guantes. Centenares de enfermeras y médicos, detrás también de sus respectivos aditamentos, darán a la impotencia de los enfermos una palabra de consuelo, una caricia enguantada, que les permita enfrentar el sufrimiento, la soledad y la angustia.
Otros lo hacen llevando alimentos y agua al fatigado cuerpo médico. Otros más atienden a otros que, sin estar enfermos, son víctimas de la segregación y el aislamiento que impone la percepción infernal. Uno de esos otros me importa destacar aquí: las víctimas de desaparecidos.
Despojadas de sus seres queridos y, muchas de ellas, del apoyo institucional, que se ha vuelto desde hace tiempo inoperante para hacer justicia y detener la inhumanidad, viven hoy en la soledad y la precariedad.
Organizaciones de víctimas, en diferentes regiones del país, se han unido para llevarles despensas, un poco de dinero y cariño dentro de los límites al que el infierno nos constriñe. Quienes quieran conocer y apoyar a estas personas doblemente vulneradas, pueden visitar la página El Día Después y buscar allí la campaña #YoApoyoParaEncontrarles.
Incapacitadas y limitadas para expresar el amor en toda su amplitud, constreñidas por el infierno en el que nos hemos convertido, empujadas al confinamiento, al uso del cubrebocas o de la mascarilla de plástico, estas personas habitan aún la compasión y la generosidad, formas limitadas del amor.
La compasión es padecer con el otro, es sentir su sufrimiento; la generosidad es intentar mitigarlo, darle a otro lo que no tiene y que otros tenemos aún; una forma de hacer la justicia que el Estado no hace. Es saber, diría Levinas, que, pese a haberse convertido en un poder alienante que pone en peligro nuestro yo, el otro, sobre todo el que sufre, es el poder eminente que rompe el encadenamiento del yo a sí mismo y nos lleva, a pesar de las constricciones que el infierno impone, a su encuentro. Es rehusarse a considerar un sufrimiento, cualquiera que sea, como un averno del que hay que escapar, y a cualquier ser vivo como una cosa repugnante.
No podemos aliviar el sufrimiento de todos. El amor es, en su profunda libertad, limitado; siempre es otro de carne y hueso, no la abstracción humanidad, el que nos llama.
“Quien salva una vida –dice el Talmud, con toda la tristeza que significa no salvar a otros– salva al mundo entero”.
Tampoco podemos ir hoy a su encuentro plenamente; el infierno que creamos nos constriñe de formas que sólo la literatura imaginó. Pero podemos, en los resquicios que ese infierno aún nos confiere, habitar y salvar las huellas del amor, como lo hacen los mejores de nosotros.
Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.