Cuando termine

Por Ernesto Camou Healy

— Algunas paradojas trae la epidemia: resulta irónico que la mejor forma de colaborar con la comunidad sea el aislamiento, primer aparente contrasentido. Sin embargo, al limitar el contagio nos exponemos a futuros brotes, si la mayoría no tiene inmunidad… segunda paradoja.

El aislamiento se tornó necesario para evitar la acumulación de contagios simultáneos, que podrían rebasar la capacidad hospitalaria en los casos de enfermos de gravedad. Ahora bien, si la distancia social funciona, tendremos un segmento de población que no habrá sido contagiado, y no tendrá inmunidad en caso de brotes futuros. Por eso, el paso siguiente es desarrollar una vacuna que proteja a los que no fueron afectados, para conseguir esa “inmunidad de rebaño” que minimice futuros brotes de Covid.

Pero, por otra parte, la pandemia puso en cuestión la globalización tal como fue diseñada a lo largo del último siglo. Por una parte, subrayó el riesgo del intercambio continuo entre países y regiones, no solo de productos y mercaderías sino también de personas, y nos hizo patente el peligro de esta conexión interplanetaria continua de bienes de consumo, que puede encender chispas de enfermedades que considerábamos erradicadas: las “plagas”, suponíamos, eran cosa del medioevo.

Hemos construido un sistema económico sustentado en la fabricación y distribución de mercancías, y personas, entre todos los rincones del mundo. Eso genera riqueza que se acumula por unos cuantos, mientras que hay millones que contribuyeron con su trabajo a la globalización y no han recibido una parte equitativa del valor que generaron: la ingente porción de la humanidad que sobrevive en la exclusión debería ser inadmisible en un mundo que presume de modernidad.

El Covid 19 está mostrando lo injusto y desigual del rejuego de esta economía, en el mundo y en nuestro país. La polarización que divide a la sociedad en unos cuantos pudientes y millones de excluidos, faltos de trabajo, comida, salud, educación, vestido y esperanza, también pone de un lado a los que pueden aislarse y del otro, a los que no; a quienes pueden sobreponerse y luchar, y quienes sucumben por falta de defensas, nutrición y recursos económicos.

Las últimas cuatro décadas de neoliberalismo devastador arrojaron como resultado altos niveles de carencia en todo el globo. En México los pobres son más del 60% de la población; y son los más vulnerables y desprovistos. Y así hay millones en el mundo, a quienes la contingencia viene a sobre determinar su tragedia. De ahí vienen los emigrantes que arriesgan la vida en barcas maltrechas, o desiertos inclementes, ya sea de África o nuestra frontera; y que son apenas una fracción de las multitudes excluidas…

La epidemia vino a mostrar que urge una corrección radical del modelo económico que ponga en el centro la buena vida de todas las personas, no sólo las ganancias de unas minorías híper protegidas y sobre retribuidas.

Pero el relativo aislamiento también hizo transparente lo mal que tratamos al medio ambiente y a la tierra: ver las grandes ciudades con el cielo limpio, los mares, ríos y lagunas con peces y fauna casi olvidados; en algunos sitios no sólo han vuelto los animales a las ciudades sino también han retornado, desde madrigueras ocultas con extrema eficacia, especies que se creían extintas… eso subraya el maltrato que nos hemos atizado a nosotros y nuestro hábitat. Hemos invadido los nichos de la mayor parte de las especies, y las expulsamos, cuando lo que tocaba era, y aún es, compartir con ellos el mundo.

Tendremos que repensar las formas como trabajamos y nos relacionamos entre naciones y mercados; habrá que dar prioridad a reactivar las economías y los sectores productivos locales; dar preferencia al consumo de lo que se produce en nuestro entorno y cercanía, y sobre todo vigilar que las ganancias no tengan primacía sobre la vida: ni la humana, ni las de las plantas y los animales con quienes compartimos el hábitat común.

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