Por Hermann Bellinghausen
— La decisión adoptada por las dos principales escuelas públicas nacionales de medicina de retirar de los hospitales a sus pasantes a causa de la pandemia del Covid-19 resulta errónea y sienta un mal precedente pedagógico, si no es que ético, para los estudiantes que, llegados al internado en el quinto año de la carrera, si bien carecen de las plenas habilidades clínicas, llevan más de dos años y medio estudiando, y con suerte practicando, en los distintos servicios hospitalarios. Poseen ya los conocimientos fundamentales de la disciplina y tienen ese año de pasantía para iniciarse en las responsabilidades clínicas, al igual que su sexto año, de servicio social, donde no sólo deberán ser médicos por entero, sino que estarán solos o al frente de un reducido equipo sanitario. Son además mayores de edad y han cursado una carrera que, como pocas, exige de ellos una firme capacidad para tomar decisiones, en ocasiones de vida o muerte.
Muchos estudiantes no desean dedicarse a la clínica; ésta podría ser una salvedad, aunque no necesariamente. Pueden invocarse otras excepciones, entre las cuales no cuentan, o cuentan poco, las razones esgrimidas por la UNAM, el IPN y las instituciones de salud: proteger a los internos de excesivos riesgos ante la pandemia. Y menos, por la carencia de equipo y medidas de protección adecuadas. ¿No deberían sus casas de estudio contribuir a la crisis nacional proveyendo a sus internos, en vez de mandarlos a la pantalla de su computadora? Las carencias, por lo demás, son mayores a lo admitido por el discurso gubernamental. Este es otro asunto, relacionado con el desmantelamiento neoliberal del sistema de salud, y el lento reabastecimiento del actual gobierno para hospitales y clínicas, propalando cuentas alegres con fines de propaganda en vez de admitir sus limitaciones.
Todo esto en conjunto es la realidad. Sí, muchos hospitales carecen de insumos. Sí, la pandemia es grave. Sí, los internos están verdes
todavía. También es cierto que durante las guardias vespertinas y nocturnas los jóvenes practicantes constituyen hasta la tercera parte del personal en los nosocomios públicos, con menos destrezas, pero mejores conocimientos teóricos que las enfermeras y los enfermeros con quienes comparten funciones indispensables en apoyo a los especialistas.
Como reitera Joao Guimaraes Rosa en su formidable El Gran Sertón: Veredas, vivir es muy peligroso
. Más en estos días. La pandemia demanda prudencia, no miedo. Bien entrenados y mínimamente provistos de lo necesario (incluyendo los procedimientos diagnósticos disponibles para el resto del personal), no representan un riesgo para sus familiares (idealmente en cuarentena), y menos para la población general. Dicho esto contra las estúpidas agresiones contra médicos y enfermeras a causa del pánico, la ignorancia y fobias que no deben tolerarse.
No es por idealizar (aunque el idealismo es un tesoro de los futuros médicos, que con harta frecuencia se pierde pronto en aras de intereses económicos, políticos, de ascenso social o mera rutina; ésta es otra tajada de realidad, especialmente lamentable), pero lo menos que deberían los miles de internos en licencia es ver Barbarroja (1965), de Akira Kurosawa, una de las películas más hermosas y aleccionadoras jamás filmadas. Trata de un pasante enviado a una comunidad remota y pobre para trabajar con un médico de pueblo tan rotundo como puede serlo el mejor Toshiro Mifune, que deja chiquito al doctor House y todas las heroicas series televisivas. Trata precisamente del choque del idealismo y la arrogancia juveniles con la verdad desnuda del sufrimiento humano y los costos emocionales y físicos para quienes lo atienden. De la muerte también se aprende.
Lo dicho hasta aquí no implica obligatoriedad. La pandemia es seria. Pero sí una inversión de términos: el que quiera puede irse; en vez de: váyanse todos y ahí vamos viendo. La diferencia es profunda. Se permite al médico en ciernes ejercitarse en una virtud esencial de su profesión: tomar decisiones graves. Además se fortalecería la insuficiente fuerza laboral en los centros hospitalarios, al menos en primer y segundo nivel, y para los enfermos y sus familiares agrega apoyo, empatía y seguridad. En fin, generosidad y humanismo, que deberían ser los primeros atributos del médico clínico, no para ser héroes, sino porque para eso se están formando.