Por Ernesto Camou Healy
— Pues resulta que soy uno de los de mayor edad del sitio donde trabajo, por lo que mandaron por unas semanas a trabajar desde mi casa, no fuera que el Covid se fijara en mí, con no sé qué aviesas intenciones. Como la mayor parte de mi chamba consiste en estar frente a la computadora, escribir, participar en análisis colectivos y buscar una solución consensuada a los problemas que van apareciendo, no parece particularmente complicado seguir desde casita, escribiendo, leyendo y opinando, vía telefónica, o por correo electrónico.
En este sentido soy un privilegiado. Desde siempre he sabido que puedo trabajar desde el hogar; y ahora tengo la conciencia de que mi ausencia contribuye a hacer posible esa distancia social que todos debemos adoptar, cuando sea viable, para evitar el contagio de una enfermedad que no parece peligrosa, pero que sí puede afectar a personas con alguna debilidad y que podrían ser susceptibles de secuelas graves.
Y si bien la probabilidad de enfermar es relativamente alta porque el virus es muy contagioso, la misma contingencia trae consigo una cierta esperanza: En la inmensa mayoría de los casos quienes la padezcan tendrán a lo sumo molestias parecidas a la gripe común más una tos seca. Sólo muy pocos casos necesitarán cuidados especiales, pero en todas las instancias deben aislarse para no pasar el tal bicho a quienes le rodean, para romper la cadenita perniciosa, pues.
El caso es que estoy a gusto en esta mi clausura doméstica. Sé que reduzco la probabilidad de enfermar de coronavirus, pero además tengo conciencia de que estoy sorteando peligros más amenazantes como un accidente en los 15 kilómetros que conduzco hacia mi chamba; y aquí es más difícil un asalto o que me arrebaten el portafolio o la mochila, y me den un tajo traicionero en el intento de defender mis posesiones.
De alguna manera este encierro inesperado es una especie de regalo de la vida. Por unas semanas estaré recluido leyendo y escribiendo, dando una caminata por el jardín para no entumirme, ayudando a las tareas hogareñas, cocinando al alimón con mi compañera de vida y disfrutar por las noches un rato de buena música y mejor charla, o alguna película sugerente. No parece mal plan.
Me preocupan, por otra parte, esas mayorías que no podrán variar sus rutinas y deberán seguir trabajando por una paga escasa, sin protección alguna, sujetos a la posibilidad de una enfermedad que puede afectarlos más por tener mala salud, menos defensas y pocos recursos para afrontarla. Y son mayoría en un país en el que una serie de administraciones ineptas e irresponsables empujaron a segmentos enormes de población hacia una pobreza y una miseria inhumanas. Es en esos conglomerados de pobreza y miseria extrema en el que está aún más del 60% de los mexicanos, donde el Covid puede hacer estragos. Hacia ellos habría que orientar la mayor parte de los esfuerzos de las instituciones de salud, y los de la sociedad solidaria.
Me asombra la actitud de un segmento de la población que dedica tiempo y energías a procurarse ciertos bienes que no son básicos, ni resultan particularmente aptos para combatir la epidemia, pero que en su angustia están acaparando desde chucherías hasta medicinas y alimentos que les sobrarán y que otros seguramente echarán en falta. Están procurando asegurar su existencia, sin reparar que así ponen en riesgo, o niegan a la comunidad, y que sin avenencia posible la vida resulta parcial y mutilada: Se encierran en sí mismos, con un egoísmo fútil y ridículo. Hay muchos, y muchas, que invierten su tiempo queriendo poner trincheras de papel contra un enemigo desfigurado por la propaganda necia, o ideando amuletos para protegerse de una amenaza que pasará con menos consecuencias si somos corresponsables de todos, mantenemos un cierto aislamiento y distancia entre nosotros, cumplimos unas reglas sanitarias básicas, somos solidarios y comprometidos con el conjunto social.