Por Javier Sicilia
Para Denisse Buendía
—Cuando Platón definió al poeta como un ser poseído por un daimon –un intermediario entre los dioses y los hombres que sirve de guía a los seres humanos– resumió siglos de una tradición en la que el poeta hablaba en nombre del sentido. La poesía tenía así la autoridad de deslocalizar el lenguaje unívoco del poder y, como lo hicieron los profetas en el mundo hebreo, restablecer los significados perdidos de una comunidad. No en vano, Stéphane Mallarmé, en su poema a Edgar Alan Poe lo llamó “la voz de la tribu”.
Encerrada hoy en libros o en salas de lectura, la poesía, sin embargo, logra a veces romper el encierro y, recuperando la plaza pública, deslocalizar el lenguaje unívoco del poder y ponerlo en crisis. Los zapatistas, como lo analicé en un artículo en La Revista de la Universidad, “Zapatismo y poesía”, han tenido esa virtud. Recientemente la tuvieron las feministas en su marcha del 16 de agosto, al pintar el Ángel de la Independencia.
Hasta antes de ese gesto, el sufrimiento causado por los feminicidios y la violencia hacia las mujeres estaba sumido en el galimatías de la violencia y el errático discurso político, que Tomás Calvillo llamó “el pacto de lo siniestro que pretende adquirir el rostro de la normalidad” (Sinembargo, 21 de agosto). Un sufrimiento, que sólo en el primer semestre del gobierno de la 4T se expresó en 468 mujeres asesinadas, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, sufrimiento que Denise Dresser completó en su columna Provocadoras (Reforma, 19 de agosto): 76% de las mujeres sufren violencia en el noviazgo; 11 mil niñas, entre 10 y 14 años, son embarazadas por abuso o violencia sexual; en seis años crecieron 310% las denuncias por abuso sexual a niñas de entre cero y cinco años; 33% de las mujeres detenidas por la Marina o por las policías estatales y municipales han denunciado que fueron violadas; 72% de las mujeres entrevistadas en el estudio Sobrevivir a la muerte de Amnistía Internacional fueron manoseadas durante su detención, especialmente en pechos y genitales.
Sin embargo, las mujeres –“la mejor parte de la humanidad”, decía Gandhi– con un gesto nacido de la poesía, al tomar el Ángel de la Independencia y hacerlo hablar a través de lúcidas consignas (“pintas”, “daños al patrimonio nacional”, la llama la univosidad repetitiva y deshumanizada del Estado), pusieron en el centro de la conciencia nacional esa tragedia que la violencia y el poder se empeñan en producir y ocultar.
Por la imaginación y las manos de esas mujeres, la denuncia y el sentido, que resguarda la poesía, volvió a tomar la plaza pública para hacer hablar a un Ángel –un mensajero, es su sentido etimológico– que hasta entonces había permanecido como un mudo testigo de los dolores de la nación. A través de sus voces nos recordaron que la independencia está muerta, que su existencia no depende de unas piedras resguardadas por un Estado que, desarraigado de sus raíces morales, osificado en clichés y definiciones acríticas, justifica la mentira y oculta la bestialidad que el país padece desde hace décadas.
Nos recordaron, por lo mismo, que cuando una mujer es golpeada, humillada, violada, asesinada; cuando no puede pasearse libremente por las calles de su país; cuando sus derechos humanos son una y otra vez pisoteados; cuando ellas, hombres, niños y niñas, son rehenes de la violencia y el crimen, la independencia no existe. Es a lo sumo un ruido en la boca del poder, una palabra sin sustancia, un monumento deshabitado.
Los monumentos tienen sentido si son espejo de lo que representan. En el momento en que dejan de serlo, es necesario hacerlos hablar, como lo hicieron las mujeres con la Columna de la Independencia, llenarlos de sentido, recuperarlos para la vida. Es el trabajo de la poesía.
El poder buscará borrarlo –como empezó a hacerlo casi al día siguiente de que el Ángel enmudecido lanzó de pronto una palabra que resonó en todo el país–, intentará callarlo –como lo hizo el presidente en su primer informe de gobierno–, reducirlo al estado de mutismo e inanidad de las piedras, diluirlo en el parloteo digital y mediático. Su lenguaje, como el que se emplea para vender un detergente y del que está contaminado desde hace mucho, ha perdido la capacidad de solidarizarse con las verdades urgentes de la vida de la nación y, por lo mismo, de enfrentarlas con sabiduría. Por ello se apresura a silenciarlas. La degradación de su lenguaje lo hace ocultar el sentido o, como dijo Georges Steiner, eludirlo o deslizarse sobre él.
Cuando frente a la gravedad de la tragedia revelada por el grito del Ángel, la directora del Consejo Honorario de la Coordinación de Memoria Histórica y Cultural de México, pudo decir: “Puede ser el caso de mayor injusticia en la historia del mundo (…) es una agresión para todos, independientemente de la justicia o validez que tenga la protesta”, es señal de que el lenguaje de quienes representan a una comunidad se acerca a un estado peligroso de ausencia de sentido y de inhumanidad.
No obstante, la poesía –“inmortal y pobre”, decía Borges– volverá, como el 16 de agosto, a encontrar su camino y a deslocalizar al poder hasta que un día la independencia, inseparable de la justicia, recupere su sentido y su dignidad.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores y detener los megaproyectos.