Por Ernesto Camou
Lo primero que captó la atención en el pasado informe del presidente López Obrador fue llamarlo, así decía el mural que servía de fondo, Tercer Informe… fue una opción por deslindarse de la tradición anterior, pero resultó un poco enigmático, aunque se haya enfatizado que el Primer Informe que marca la Constitución se entregaría por escrito en tiempo y forma.
Hubiera sido más transparente designarlo Tercer Mensaje a la Nación. En cualquier caso, fue una señal de que el Presidente considera que está en comunicación constante con los mexicanos, aunque eso resulta también reiterativo, pues con “las mañaneras” su trato es cotidiano y eficaz.
Su práctica rebasa las formas tradicionales que han tenido los mandatarios mexicanos para establecer contacto con los ciudadanos: No resulta acartonado, no usa lugares comunes ni evade los cuestionamientos; responde a las críticas, no teme aceptar que alguien de su equipo se equivoca, y parece dispuesto a corregir si resulta necesario.
Todo lo anterior resulta una novedad en lo político y muestra un cierto arrojo en lo personal. Ambas características tienen una doble consecuencia en cuanto que ofrecen a quienes están abiertos a su decir, una posibilidad de confianza y también una esperanza; pero, por otra parte, ese discurso proporciona, para quienes están herméticos a su persona y proyecto, una oportunidad para atacarlo, criticarlo y usar sus propias palabras para descalificarlo.
Resulta obvio que hay quienes se obstinan en reprobarlo con celo absoluto y sin conceder siquiera la posibilidad de una recta orientación, o un atisbo de desempeño correcto: Una actitud tan tajante apunta a que se guían, no por los acontecimientos, sino por prejuicios que parecen obnubilar el razonamiento.
Se puede dilucidar la existencia de un grupo abigarrado de opositores que, por razones muy diversas -honorables algunas, inconfesables otras-, se encuentran en la tesitura de criticar todo, sin aprobar nada… y no parecen dispuestos a hacer la más mínima concesión.
Es cierto que contra los anteriores ejecutivos y sus partidos había críticas de todo tipo, pero una porción de los analistas, y también de los comentadores de café, estaba dispuesta a revisar los hechos y la aplicación de los programas, y conceder en alguna ocasión que algo positivo podría admitirse. Todavía los hay, pero el grupo de los descalificadores absolutos parece más compacto, más vociferante y más obstinado.
Y eso no ayuda a consolidar la democracia pues una parte de dichos críticos no esconde su ilusión de lograr la renuncia del actual ejecutivo; cosa que no hicieron, al menos con similar estridencia, con los presidentes anteriores: Por lo general no perdían las formas como ahora sucede… y eso a pesar de que ganó por una cuantiosa mayoría, y no hubo duda sobre la voluntad de los votantes, como sí sucedió en varios de los sexenios anteriores.
Hay que enfatizar que Andrés Manuel López Obrador no merece la absoluta repulsa ni tampoco le conviene una conformidad total y sin reflexión. Lleva apenas 10 meses en el puesto y sus empeños apuntan a cambios que pueden llegar a ser sustanciales. No dudo de su voluntad de apuntalar un Gobierno básicamente honesto, a pesar de nuestra muy complicada historia que reitera lo opuesto. Su dicho de que terminó la corrupción sigue pareciendo una promesa, más que un logro. Se necesita una lucha constante para mellarla seriamente; pero intentarlo es un empeño en el que fueron remisos buena parte de los mandatarios anteriores: Refresca ese atrevimiento.
Lo mismo se puede afirmar de su combate al huachicol, a los fraudes con medicinas, y otros frentes que tiene abiertos: Son necesarios y urgentes. Conviene vigilar que perseveren.
Su estilo austero y la voluntad de restringir las percepciones excesivas de muchos funcionarios son, además de símbolos eficaces, un reclamo para constituir una nueva clase de servidores públicos -y ciudadanos-, más responsables, eficaces y más éticos.
Para lograrlo necesita tiempo. Se le eligió para seis años; no más, pero tampoco menos.