Por Hermann Bellinghausen
Es alarmante la amenaza recibida por el escritor Guillermo Sheridan hace unos días. No cabe en la trivialización del número a la que nos hemos acostumbrado. La violencia criminal, frecuentemente gratuita, disimula en el México de hoy la violencia política. Hay gente en el gobierno (actual y en los anteriores) convencida de que nuestra violencia no es política. Y si acaso lo es, obedece a la pérfida intención de dañar al Estado. Sólo así se explica la idea peregrina de que Samir Flores, dirigente y locutor nahua de Amilcingo, fue asesinado en vísperas de una consulta a la que se oponía sólo para entorpecer dicha consulta (legitimadora de una termoeléctrica impuesta a los pueblos) y así empañar los brillos del gobierno. Los viejos patos tirando a las escopetas.
Disculpen si parezco mezclar peras con manzanas, o ciruelas, o aguacates, o piedras. Sheridan es un brillante crítico literario, un escritor de mérito, historiador de la literatura mexicana a quien debemos relecturas sólidas de López Velarde y los Contemporáneos. También, la recopilación de los artículos y las maravillosas crónicas dispersas de Jorge Ibargüengoitia, todo un tesoro de la prosa y el humor mexicanos. Maestro universitario, conocedor de la vida y la obra de Octavio Paz –de quien fue discípulo y de cuyo legado es celoso guardián–, como columnista político y escritor satírico, Sheridan ha sostenido durante años posturas opuestas a cualquier cosa que huela o suene a izquierda.
No nos quiere en ninguna de nuestras presentaciones. Forma parte del grupo intelectual que gira en torno a Letras Libres. Desde allí ha escrito ferozmente, o con amargura, o con un clasismo ofensivo, o burlón, contra luchas sociales, contra los políticos profesionales del PRD, y también del PRI, casi con tanto ahínco como el dedicado a los radicales, los sindicatos, la educación popular o los demagogos. El pueblo le resulta escarnecible y de poco fiar. Y tiene una antigua fijación contra Andrés Manuel López Obrador. No es el único en el medio.
Siempre cómodo en el humorismo que hace pasto de blancos seguros (diputados, candidatos, predicadores, líderes y otros licenciados) viene siendo heredero de la técnica Monsiváis para detectar estulticias, sólo que menos desternillante. Otra vez, perdón si mezclo peras con otra cosa. Dudo que él se identifique apenas en algo con Monsiváis. La perspectiva política, social y satírica de Sheridan calza al tiro con lo que se entiende por derecha intelectual. Defensor a ultranza de la propiedad intelectual privada, eficaz cazafantasmas de plagiarios y farsantes literarios, él y Gabriel Zaid han perfeccionado un procedimiento para detectar y hundir a quienes cachan. Así que sí, Sheridan enfada, irrita, da flojera, provoca, o a su vez da risa de la buena (como dicen en mi colonia: pendejo no es), o de la mala bajo la regla elemental de el que se lleva se aguanta. Quién que es no es víbora.
En términos políticos, y seguramente en otros, mis diferencias con el Sheridan articulista no podrían ser mayores. Vamos, ni nos saludamos en la calle. Aún así lo leo, y no por masoquismo, ni sólo por morbo. Me sirve para pensar.
Sus desbarres son una cosa, pero su ojo crítico es agudo, experto, necesario, aunque siempre eché de menos sus talentos para criticar la represión criminal contra maestros y normalistas (otros de sus blancos predilectos), o una mínima solidaridad con los pueblos originarios. Sin coincidir en todo, aprecio por ejemplo sus nuevos análisis sobre el retroceso del laicismo y las perlasintercambiables entre el Presidente y los pastores evangélicos de su rebaño.
Su arma es la palabra. Que reciba soeces amenazas por expresar su opinión en un momento como el actual, ante una nueva hegemonía política que se presume pacífica y purificadora, aunque no tolerante, resulta grave.
En décadas recientes, arrebatándosela al Estado autoritario, corporativo y luego neoliberal, conquistamos una libertad de expresión antes imposible. Mientras no sea difamatoria es un derecho humano universal.
Se deben condenar las amenazas contra Sheridan, investigar de dónde vienen, garantizar la seguridad e integridad suyas y de sus familiares. Aún si fuera broma (¡ay, Kundera!), se trata de una vileza inaceptable que enrarece más el medio cultural, en medio de un antintelectualismo galopante. Con barbaridades así perdemos todos.