Por Guadalupe Ángeles
“La poca elegancia de la mano izquierda”. ¿Quién diría una cosa así? El ocultamiento no opera de manera unívoca, siempre hay un delgado hilo de sangre que sale de la manga, que arenga desde la mejilla izquierda (o derecha, qué más da). Ansiolíticos no funcionan. ¿O sí? Intenté proceder siempre de manera natural, cierto que había un universo de paraísos en dibujos animados en mi mente, una figura histérica que vibraba en el pensamiento y fui fiel al mandato pronunciado sin intención por un adolescente adolorido (como todos), ¿eso determinó el curso de mi vida? En cierta forma sí.
¿De qué se carecía en la adolescencia? De cinismo, principalmente, o de honestidad a toda prueba (eso diría una persona de mi edad), ellos apenas perciben su cuerpo sobre el mundo y, en honor a la verdad, confesaré que no recuerdo ¿qué era? Una gana inmensa de pertenecer al mundo, de foguearme en la experiencia de toda especie destinada a las que, como yo, aspiraban a todo, nada menos.
Y sí, el todo fue, en principio, la vida dentro de mi cuerpo, pidiendo salir hacia su propio camino. ¿Quién lo diría? ¿Infancia es destino? Ahora que, convencida de que toda personalidad es cliché, puedo decir que fui todo eso y en realidad nada, porque si todo… me acuso de pesimista, me declaro insensata donde ya no cabe la insensatez; pero no, todo “postureo”, suena a “pastoreo”, ¿no?
Dicen que la infancia sobrevive en lo hondo de cada quien ¿para qué? Quizá solo para dar paseos a un pasado que no prefigura el futuro, si acaso tiene uno el arrojo suficiente para ir dentro de sí y hacer el necesario trabajo de reconstrucción.
Reconstrucciones, a eso se dedica uno en estos años, a echar a la basura a la nostalgia, esa vieja amiga que se muere de aburrimiento en lo hondo de nuestros corazones, y decir “corazones” a estas alturas suena más a nombre de una receta vegetariana (con lo de absurdo que tiene nombrar los alimentos). Pero vamos despacio. Tomar un marro y destruir la casa que fuimos no es tan fácil, duele ver que las paredes hechas para protegernos del frío y la lluvia se desmoronan, se vienen abajo y seguramente ya no servirán ni para abono de trigos padres de pan, ni para argamasa con que hacer monstruos de especie desconocida con la finalidad de espantar al insomnio. Ya no hay dragones que produzcan temor, se los comieron los años vividos en descampado. Porque formarse y tomar el papel asignado fue un solo movimiento, experimentarlo fue otra cosa y ahí sí, en esa parte de la historia puedo afirmar que hubo verdaderos hallazgos, ¿alguien hace algo esperando que nada suceda? Yo no. Fui al fondo de cada experiencia en la medida de lo posible (el límite de lo posible lo pone cada quien, eso es hasta verdad de perogrullo).
Hay una vieja máxima que reza: “Explicación no pedida, culpa asumida”. Aquí la página en blanco hace las veces de esa escucha que tiempo atrás (en leyendas acartonadas e imprecisas) se buscaba en los confesionarios. ¿Vivir un recuerdo tiene que ser tan desastroso? Los recuerdos no se viven, se recuerdan y dan ganas de tener la capacidad de desarmar al cuerpo, llevarnos todas sus partes desensambladas en una caja a otros mundos, de más está decir que la muerte no es opción (aunque, finalmente, es la única que tenemos), porque siempre confiamos en las sorpresas que, tal vez, nos esperan apenas salgamos a respirar el aire limpio de la mañana. Nada está escrito (esa frase está grabada a fuego en nuestros corazones ‒¿otra vez esa palabra extraña?‒), convencidos de ello, iniciamos cada día, nos desprendemos del sueño y hacemos la maleta, o el desayuno, como si fuera posible creer, creemos, sobre todo en el azar, esa ave que soñamos vendrá a invitarnos (no sé cómo) a abrazar su cuello y nos llevará al mar, esa hermosa metáfora de la felicidad.
Escribiremos entonces de nuevo.