Por Hermann Bellinghausen
Un retorno fugaz a los Altos y la selva Lacandona, al tamaño y hondura de sus cielos y cañadas. Un tlacuache gris plomo esta mañana al salir de la cabaña. Su mirada fija, poco expresiva. Su calma. Su paso elástico y asimétrico. Su atenta perfección. Los numerosos cantos y chirridos del amanecer como si dialogaran, al fin de una noche tan estrellada que casi se oían las constelaciones y el gajo en creciente de la luna fresca, quizás húmeda. En la floración del verde que te quiero verde y no cuentos, quién hubiera dicho, me acordé de cosas que no se me olvidan.
En el otoño de 1993 la casualidad, si acaso existe, me llevó de San Cristóbal de Las Casas a la cañada tojolabal de Las Margaritas, hasta una comunidad, semirremota entonces, llamada Cruz del Rosario. Que a visitar unos cafetales. No yo, mis acompañantes. Yo iba de gorra. Y allá vamos en un camioncito de redilas cañada adentro. Un poblador nos contaría sus cacerías de quetzales en la montaña, de a cuánto los vendía, sobre todo vivos. Con la misma falta de pudor narraba el tránsito de guerrilleros, que venían de por el Tepeyac y se les conocían dos mandos, uno alto, un poco güero, otro chaparrito, indígena pero no de por aquí. No recuerdo que los aprobara ni desaprobara.
Prevalecía un peculiar nerviosismo en todas partes. En San Cristóbal y Ocosingo los comerciantes caxlanes sufrían visiones apocalípticas. Días atrás, en Jovel, durante el 20 aniversario de la Asociación Rural de Interés Colectivo-ARIC (desairada por el gobierno salinista al cual se había entregado su dirigencia), la poderosa organización de productores, aún indivisa pero ya mermada, pasaba escalofríos. Nos están quitando a nuestros muchachos, se lamentaban dirigentes y asesores caxlanes con paternalismo galopante y cálculos políticos desfondados.
Abundaban los signos de algograve. Cada vez más radicalmente indígena en su orientación; la diócesis encabezada por Samuel Ruiz García vivía asediada, los coletos auténticos, los ganaderos de la región y el gobierno le traían ganas al obispo, a sus párrocos y catequistas, a las comunidades liberadas, al novel Centro de Derechos Humanos que hoy apodamos Frayba . En las organizaciones y uniones históricas (Confederación Nacional Campesina, ARIC, Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos) la conmoción interna era evidente. Los católicos tradicionales de San Juan Chamula apenas habían depuesto las armas criminales contra las sectas protestantes, echando más de 30 mil chamulas al éxodo definitivo en San Cristóbal y la frontera. En tanto, la telaraña del secreto crecía en los barrios, las cañadas, las escuelas y los conventos.
Luego del casi autocrático dominio del gobernador Patrocinio González Garrido hasta pocos meses atrás, cuando su primo político el presidente Salinas de Gortari le acortó la rienda trayéndolo a Gobernación, Chiapas parecía estar sin gobierno o tenerlo en otra parte (síndrome recurrente en la entidad).
Sin embargo, nada permitió prever el tamaño del impacto que tres meses después tendría la irrupción del que resultó ser Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Inmediato, profundo, mundial, sorprendió a los insurrectos, a la Iglesia católica, al gobierno. Extasió a los medios. Las semanas posteriores al primero de enero de 1994 revelaron un movimiento amplísimo, organizado y disciplinado, cargado de sentido, de ideas y experimentos, de gravedad política y humor inéditos. Su base, su todo, residía en la fuerza telúrica de miles de indígenas encapuchados, armados, en rebeldía. Porque sus pueblos eran libres, le declararon la guerra al gobierno de México.
Entre los muchos efectos imprevistos de la rebelión –que movilizó multitudes en todo el país, generó redes de solidaridad de nuevo tipo y propició la creación de géneros musicales y artes propagandísticas mientras Europa y las Américas volteaban a ver con asombro–, quizás el impacto de mayor calado, pero no inmediato, ocurrió en los propios pueblos originarios. Comunidades e individuos de todo México y hasta Estados Unidos aprendieron que sin miedo se podía. Abrazaron sus lenguas. Las mujeres se supieron aludidas como nunca antes. Los jóvenes vislumbraron otra modernidad posible: un mundo donde cupieran muchos mundos.
Las montañas y la selva Lacandona se abrían a una experiencia de gobierno y lucha en venturosa evolución. Los rebeldes se legitimaron en sus acciones y su lenguaje. Con la palabra de su lado, los pueblos indígenas llevaron la mano por primera vez en la historia de México.