Bellinghausen: Luz y viento

Por Hermann Bellinghausen

Declaración de un partidario de la luz

Por más que han intentado que sea de otro modo, ni la realidad ni la gente impiden que tenga una visión luminosa para lo habitual.

Aún ahora que la muerte a palos de unos individuos me viene pisando los talones, con sus caras desechas y sus heridas rojas, la suciedad en que fueron convertidos

me eslabono a estos trinos de selva, ese rechinar confuso como una ola, creciente, el color y el tono unidos en la longitud de onda del oído y de ahí al pensamiento,

me encargo, me encanto, me voy de pinta. El tambor sobresaltado como fondo, la luz del agua convertida en todo.

Dedico mis días desde que mi voluntad circula a desaparecer más allá de los quicios de las puertas, salto cercas,

entro sin tocar y me largo sin pedir permiso, trato de no hacer ruido y al fin no me hace falta desaparecer en lo invisible, ni necesito existir para saber que vivo.

No sé qué vivo. Es poco lo que sé pero incluso contra mi albedrío, aún si me distraigo o me resisto, o me miento,

bien que entiendo.

Y la manifestación radiante se la pasa ocurriendo,

luz en las rendijas, luz en los pozos, luz en el silencio. Los colores se alimentan del negro y lo vencen. La noche más oscura insiste en seguir azul y cuando cierro los párpados el aire se tiñe de rojo y brilla.

Verde es el color más habitable. Ni el infierno lo desmiente. No uno, ni dos, ni la plantilla cromática de los fabricantes de signos contienen su gama, ese espectro esencial que bebe de la luz. Su número es infinito.

Hay un gozo en el ritual de cada mañana, la fiesta de cada mañana, la fiesta del nuevo comienzo, la ilusión de que todo esto no tiene fin.

Lo menos que puedo es en siena, en ocre o perico, en vainas amarillas, en dientes de tigrillo, en esmeralda de río, en el escarlata de una flor violenta. En el rosa de la aurora. En el blanco de la resolana. En el negro atroz de la obsidiana.

Puedo jurarlo pero como el escribiente de Melville preferiría no hacerlo. Ni yo ni nadie necesitamos el sello.

Un día de golpe me vino la noción de que así sería siempre. Así de simple. Así de lleno. Así de claro. Así de inútil. Así de intenso.

No que las alturas no me den vértigo, aquí, en las corvas, eléctrico. No que las simas me ahorren el miedo o que la verdad no adivine de qué pobre paja estoy hecho.

Desnudo, inocultable es el mundo. Dicen que se va a acabar y lo creo. Raro sería que no lo hiciera. Cuando lo haya envuelto una nube de ceniza y polvo esparcida por un viento muerto

habrá una luz que dé cuenta de la oscuridad en el silencio.

*

Largo de miras

La vida de uno es una y varia.
De cansarse no se cansa.
De mañana nada más despierta.
De noche se cala gorros de luz
que le abren la puerta al sueño.

Nunca se repite.

Pero los matorrales arrancan a flor de piel la cara de la gente, la cabeza de los labriegos se pierde en la espesura del maíz creciente, los ocotes establecen un alto a la llanura y muestran que por algo el bosque es bosque, las nubes flotan tan aprisa que no se enteran de nada, pólenes y mosquitos suspendidos como arañas sin red.

Es el viento. Es quien manda.

La primera ventana los párpados.
La boca da paso al cuclillo cantor.
Si te fijas bien el viento lo dice.
Es la voz del sendero interior.

Por allá da su lado.

No importa lo cerca que hayas llegado al abismo de arriba. Ni lo que sabes o crees que sabes o hay quien cree que sabes. Ni tu presencia material consumadamente quieta. La curva espanta y por una en un millón te sacas a volar y no importa. A la larga todo sobra, todo estorba. Esperar que te recuerden es, como cualquier esperanza, de lo más idiota.

Mas queda en alguien.

La inmovilidad del viento calla la cosa.
Reflexionar hace un ruido de sapos.
El ser hereda las ondas eléctricas.
Nada distinto de la sangre roja.

Largo de miras
sólo el viento no reposa.

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