Por Guadalupe Ángeles
I
¿Era un dios el que danzaba sobre mi torso aquella noche? No abrí los ojos, hubiera sido inútil, incluso creo haber dormido algo. No sentía miedo, era estupor. Atribuí su presencia a la serie de maldades que seguramente ocurrían tras la pared frente al sillón donde me acomodé esa noche para buscar al sueño. Era mi torpe manera de ser humana, creer en la necesidad del sueño. Quizá no era una creencia sino algo tan pegado al cuerpo que ni siquiera requiere ser nombrado, ¿miedo, agotamiento, incredulidad? Tal vez debí abrir los ojos para enfrentarme con los suyos ¿aterradores?
II
Si escuchar silbar al viento cuando la lluvia cubría mis brazos, mi cabeza, toda mi sorprendida niñez, fue de algún modo reconciliarme con ese sentimiento de desamparo, no lo sé. Acaso solo era una demostración de la vida, una muy plástica manera de enseñarme entonces lo que vengo a saber cincuenta años después: Nunca se es dueño de sí. La lluvia, hija de Tlaloc, esa tarde, tal certeza me regaló.
III
El horror me habitó cuando presentí que tu ausencia sería una exacta forma de morir. Mi cuerpo fue un muro, mis palabras armas para acabar con la rabia. Solo la piedad al ver lo que mis ojos, mi cuerpo todo intentaban decir, pudo convencerte de no separarme de ti. Las extrañas ofrendas que procuro a esa piedad, desde entonces, son incomprensibles, aún para mí.
IV
Un volcarse hacia afuera todo lo que uno es. Un anhelar al sueño para ver a quien ya nunca podrá contemplarse con los ojos del cuerpo. Tan indescriptible huracán amarra los brazos que ya no sentirán la tibieza del cuerpo para la eternidad disuelto en su propia descomposición. ¿Acaso el dios de la muerte, con el filo de una sola de sus uñas, vacía de toda significación lo que apenas un instante antes conocimos como el Yo?
V
En la selva inclemente de tus cabellos me enredo, dios de piel azul y ojos como cráteres, ¿permitirás al menos que una voz me toque levemente con las sílabas exactas para continuar de pie en medio del furor de tu aliento que abrasa, que anega mi conciencia?
VI
Era un cuerpo y ya no. Era mi intención de caminar y el color del cielo era porque sí, nada fatigaba mi gana de ser ¿cómo lidiar con tu mirada, Dios hecho de lava, en este andar hasta mi próximo existir?
VII
Ninguna suerte me acompaña, hay un estruendo donde antes puse mi silencio, sé que el bramar de algo que es… ¿de verdad puedo entenderme con tus manos hechas de bosques y tu voz infinitamente más poderosa que cualquier otro miedo sentido jamás?
VIII
Horizontes atesorados he olvidado… líneas sobre la piel de mis manos ya no saben hablar… carezco de manos… mis pulmones son bolsas vacías… ¿de cuántas montañas se compone tu cuerpo, dios ocre, a quien ya no sé cantar?
IX
Deshacerse como copo de arena mi pecho ya no puede… no hay voz para vaciarme en interjecciones… se abrió la puerta, debo aprender a caminar sin pies… debo arrancarme la espalda o la noción de sí, que ya no significa nada, el sonido de tus pasos lo llena todo… mi incredulidad ante mi propia nada…
X
Diríase que tomé la forma de alguna nube que cambiaba de rostro pero no de mirada, que fui uno de los dos ojos que se deshacían ante la cadencia del viento y la mirada que allá abajo contempló, esa como marea suave, ahora busca un conjuro, anudando un silencio espeso y la blanca certeza de ya no ser… ¿tú sabes de magia, tu ceguera inclemente lo es? hay un número exacto de astillas en las que debo romperme, dime la cifra, aunque en ello no encuentre la paz.
XI
Abecedario acuñado en la palma de tu mano… busco en lo profundo de tu misterio una letra apenas, para con su filo cortar esta conciencia inútil de una vez.
XI
No hay apuesta perdida… siempre supe que bebería de la lluvia que mana de ti, dios iridiscente como aurora boreal, y si es tal tu magnificencia, por qué no leo en ella alguna forma de perdón.
XII
Distanciada de mí pero aferrada a mi concepto de existir todavía, con los hombros disueltos en el agua del ya no ser… ¿es tu aliento, dios hecho de hielo, el último perfume que conoceré?
XIII
El total asombro ante tu rostro inmenso me convence ahora de que las palabras fueron siempre simples dibujos, nada más.
XIV
Suelto, arrastrada por la marea que eres (dios indescifrable) mi única certeza: El primer animal que debo mantener con vida soy yo.
XV
Que llueva o no. Que exista el mar o no. Carece de importancia pues ahora yo carezco de mí (¿vendrá algún dios misericordioso a disolverme en su risa, a enseñarme a morir?)