Era difícil retornar a la escuela, pero no había remedio. Esas primeras semanas nos sacaban a practicar la marcha al uno dos, uno dos, por las calles aledañas, al rayo del Sol en pos de un remedo de marcialidad. El desfile del 16 era peor: Vestidos con saco y corbata marchábamos hacia el Palacio de Gobierno donde esperaban las autoridades, hastiadas supongo, de tanta muchachada que pasaba bajo su balcón.
La noche del “grito” el 15 de septiembre, era otra cosa: Esa tarde nos reuníamos la palomilla a caminar por la Plaza, subir al kiosko, ver a las muchachas de reojo y esperar el “grito” del gobernador que ensalzaba a los héroes de la Patria. Después venía la pirotecnia: Poca conciencia teníamos del malestar que causaba a nuestras mascotas.
Con los años me ha tocado celebrar la independencia en muchos rincones de la Patria, unos más animados que otros, pero similares en forma y fondo. Algunas han sido memorables: Viví más de dos décadas en la capital, pero nunca fui al Zócalo; prefiero los festejos más discretos. Sí asistí al grito en Coyoacán, el barrio más bello de la urbe. Ahí me convocaban las amistades, pero también los antojitos, tamales, tacos, sopes y flautas que favorecían celebrar nuestra historia.
En algún pueblito aislado en la Depresión Central de Chiapas, me tocó un festejo en el que el comisariado ejidal no podía tenerse de pie, andaba “bolo” decían por allá, y solo alcanzó a mascullar un “viva” no demasiado estentóreo. Pero la marimba hizo su mejor esfuerzo y el baile continuó hasta entrada la madrugada.
Alguna vez mi compañera y yo, que investigábamos los sistemas tradicionales de cultivo de maíz, llegamos a Chicontepec, en la huasteca veracruzana, y nos acomodamos en el hotelito local. Nos dedicamos a realizar entrevistas y llegamos cansados a cenar y dormir. Afuera la población se preparaba para el grito. La cama no era una maravilla, pero el cansancio nos ayudó hasta que, pasadas las 10 de la noche, un estruendo nos hizo saltar del lecho: Una Marcha de Zacatecas ensordecedora. La banda que amenizaría la fiesta la noche siguiente, estaba ensayando en el pasillo y cuartos vecinos…
En el desierto de Zacatecas pasamos un año realizando una investigación sobre la historia y economía de los campesinos recolectores que habitan esas arideces. Vivíamos en una casita de adobe, con electricidad pero sin agua, en un ejido distante, donde había funcionado, con capital norteamericano, a principios del siglo XX, una fábrica de hule que había explotado un arbusto del desierto, el guayule. La noche del 15 no hubo grito, pero había una boda en el pueblo. Se organizó un banquete con cabritos y mezcal de lechuguilla. Fuimos a la ceremonia, a observar discretamente, y nos retiramos a dormir bien y tranquilos; al día siguiente nos enteramos que el convite había terminado en una reyerta campal entre dos grupos familiares, y varios heridos habían sido trasladados de urgencia a la clínica más cercana a cuatro horas de camino.
No todos los festejos fueron trágicos. Viví varios años en un pueblo del Mezquital hidalguense y la fiesta era tranquila y bulliciosa a la vez. La gente nos invitaba tacos de barbacoa de borrego y moronga, y alguna cerveza. Lo mismo sucedió cuando vivimos y trabajamos por cinco años, en Coaxusco, una pequeña localidad en el Valle de Toluca. Éramos maestros y nos consentían con tacos de arroz con mole y algún pulquito por ahí.
Varios años asistí al “grito alternativo”, en la Plaza Zubeldía, donde nos congregábamos maestros, estudiantes y muchos que añorábamos un cambio que parecía improbable…
Ahora podemos retornar a la Plaza Zaragoza…