De tal guisa habrá que recordar el servicio insigne que prestaban en sus buenos tiempos los teléfonos públicos. Fija en el espacio, a la telefonía aún la anclaban los cables, quieta y exclusiva. Como su nombre indica, se encontraban en la vía pública. Con la magia del águila y sol de un veinte
podíamos marcar el número de nuestro interés y contábamos con tres minutos para hablar. Uno iba armado de monedas idénticas para las recargas. Y si algo sacaba de onda era que el aparato se tragara la moneda sin reaccionar. Más adelante, los veintes cambiarían por tarjetas.
El teléfono público cubría necesidades básicas de la modernidad de manera parsimoniosa, realista y hoy obsoleta: hablar con alguien sin usar el teléfono de casa, resolver un asunto andando en el trote, realizar llamadas anónimas por cualquier motivo. Como la carta robada, uno se escondía a la vista de todos.
No recuerdo que acá operara el sistema que veíamos en las películas de Hollywood, el cual permitía al detective o a la chica en malos pasos esperar
una llamada junto al poste público, o contra alguna pared, pues contaba con un número, como cualquier teléfono. Ya no nos tocó la petición de llamada a la operadora de las compañías Mexicana o Ericsson, o como en los principios de Lassie, un programa de televisión que transcurría en un escenario rural, trataba de un perro collie listísimo y la familia del caso se la pasaba llamando a la operadora a través de una bocina de manivela.
Por el tiempo de referencia, de los primeros años 60 a los 80 y 90, las casetas de teléfono eran La onda. Las usaban las juventudes, los clandestinos, los acosadores, los novios, los cuates, los tímidos, los cómplices, las sirvientas de las casas donde había teléfono pero no para ellas, los pobres que carecían de aparato y de número en el hogar. Esto también caracterizaba a los teléfonos colectivos en fábricas y otros centros de trabajo, una verdadera conquista laboral.
Era común que su uso llevara aparejada la fila, que podía ser larga, y entre más, mayor era la presión sobre el usuario. Cuando inexistente, uno tenía intimidad y todo el tiempo del mundo y hacía de ciertas llamadas el rato más delicioso del día.
Para los metiches era un manjar. Entre más permanecieran al frente de la fila, más se enteraban del asunto de ligue, regaño, engaño, pleito, lágrimas, manotazos al aire, carcajadas. Para el usuario, la intimidad era total. Los metiches, de haberlos, no importaban.
Tardes soleadas. El apogeo de los teléfonos públicos y las filas era vespertino y recorría la ciudad. Una variante era el aparato que prestaban
en tienditas y papelerías; a la fila se sumaban clientes y dependientes. Hubo una época de casetas cerradas, cúbicas, como si fuera Londres, pronto con vidrios rayados y puertas descompuestas; en esas cabinas viajabas al espacio sideral con la chica amada, la amiga con la amiga, el niño en casa amarrando negocios inconfesables con su abuelita al teléfono en una esquina.
Lo real fueron esas casetas de tres lados que te cubrían hasta el ombligo, con una mesita y un gordo directorio amarrado con una cadena. O nada de esto, sólo el poste y el cobertizo. El resto lo ponían la paciencia de los llamantes en ciernes y las condiciones meteorológicas, agradecible recurso para desbaratar filas de teléfonos callejeros. Las llamadas bajo la lluvia eran una fiesta de pies mojados, como en una canción de Armando Manzanero o Leonardo Favio. Diversión garantizada para los ojos.
Hoy todos, hasta los pobres, traemos un aparato telefónico en la mano, el bolsillo o permanentemente enchufado a los audífonos. La intimidad es tan vintage como las recordadas monedas de a 20 centavos, oficiales
para echar volados. Nuestros teléfonos son televisores, rastreadores enlazados a un satélite en el espacio, computadoras, carrusel de anuncios, interconexión continua con desconocidos y todo lo demás que ustedes saben.
El tío borrachín llamando desde el aparato en la cantina buscando una oreja para sus penas. La comadre a sus anchas con su comadre o su hermana. La llamada no localizable para negociar algo turbio. El diálogo de amores prohibidos.
Las familias dejadas atrás por el padre, o con algún vástago viajero, llamaban por cobrar
mediante la operadora de larga distancia, al 02 o el 09, nacional o internacional. Si allá la aceptaban, la llamada se pagaba con veintes. También era la forma de avisar casi gratis: ya llegué
, si en casa no tomaban la llamada.
Pegados al poste, qué felices podíamos ser.