Por Ernesto Camou Healy
Hace ya algunas décadas asistí a mi primera experiencia educativa: Me inscribieron en “parvulitos” en aquel Colegio Lux, exclusivo para niñas con excepción de ese primer curso que correspondería a lo que después llamaron kindergarden, vocablo de origen alemán que han traducido con más corrección como jardín de niños.
La encargada de lidiarnos y de intentar que tuviéramos una experiencia formativa, era una amable, y muy paciente, religiosa: La señorita Padilla que, luego me enteré, había cumplido con la misma tarea con mi padre y sus compañeros, unas tres décadas antes.
Ese año principié, entre cantos y dibujos en el pizarrón, una larga historia escolar y estudiantil que paulatinamente fue concretándose en aprendizajes, pero también desencuentros, en el afán de hacer de mí una persona informada y poseedora de ciertas capacidades que no sólo han sido útiles, también divertidas.
De ese primer año pasamos en manada a la primaria. Ahí muy pronto entendí el lenguaje escrito: A reconocer las letras y sus sonidos, y sus referentes en la vida cotidiana. De ahí saltamos a la agrupación de letras en sílabas y luego en palabras con un significado familiar en nuestro entorno: Podíamos leer, y luego escribir, mesa, casa, mamá y perro.
Ese descubrir que el entorno, nuestro mundo infantil, podía escribirse y leerse nos abrió, sin que lo entendiéramos totalmente, a un sinfín de posibilidades de conocer y relacionarnos con el mundo, y otros mundos, con nosotros mismos y con los vecinos y los extraños que poco a poco podían ser familiares, amigos o rivales.
En un Hermosillo sin televisión esas lecturas y la oferta semanal de los episodios hilarantes del Pato Donald, sus sobrinos más la eterna enamorada Daisy; la sensatez de Lulú y los desvaríos de Toby y Fito con su abuelo Febo, nos hacían las tardes domingueras.
Y nos abrían al inconmensurable horizonte de la imaginación. Podíamos vivir a la sombra de Catedral, patinar en la Plaza Zaragoza y trasladarnos con unas cuantas páginas al viejo Oeste, o a las islas de Malasia, y revisar las aventuras de los adolescentes de Villachica, o las hazañas del Llanero o Roy Rogers en las praderas del otro lado.
Al terminar la primaria había leído algunas decenas de novelas, que disfruté y me conmovieron; algunas las releí décadas después.
Me pasé la secundaria y la prepa embebido en novelas, relatos de viajes, historias y narraciones de exploradores que subían cimas, recorrían ríos, cruzaban desiertos y se adentraban en culturas y pueblos en ese entonces exóticos.
Ahí empecé a ser antropólogo… Y en todo este esfuerzo estuvo subyacente la labor de los maestros y profesores, desde la primaria hasta el final del bachillerato. Reconozco que muchas veces las clases exigían tiempos que prefería dedicar a los libros. Hacía malabares para cumplir las exigencias escolares, pero no estaba dispuesto a dejar de leer: Mis calificaciones sufrían, pero pasaba con un poco más que el “panzazo”, así que no iba a permitir que mis lecturas se descuidaran por los imperativos de exámenes y reportes.
Cuando empecé los estudios de humanidades y letras, y después filosofía, fui feliz. El mundo se siguió abriendo con los posgrados de antropología y Ciencias Sociales. Ya no había conflicto entre mis intereses y preferencias y lo que “debía” estudiar.
La libertad al fin… Dedicarme a la investigación y docencia fue continuar una dinámica añeja. Por más de 50 años he dado clases desde el nivel secundaria, educación de adultos, cursos a campesinos en muchas regiones del País, luego en posgrados en México, con ocasionales invitaciones a otras regiones y países.
He disfrutado ser maestro, y creo que la principal tarea es ayudar al otro descubrir y tener la experiencia explosiva y relajante de entender; que lo discernido pasa a ser parte de un acerbo personal de saberes que van dando forma a su vida y los torna en más sabias y mejores personas. Y además es divertido…