Camou: Mayo, el trabajo…

El pasado miércoles festejamos el Día del Trabajo. En décadas pasadas era una jornada en la que los sindicatos de trabajadores acudían al Zócalo de la Ciudad de México a rendir pleitesía al mandatario en turno y a festejar los triunfos de la clase obrera.

Hace 43 años participé en esa marcha que acudía a festejar con el Presidente en turno, José López Portillo; íbamos solidarios con un sindicato académico, tranquilo y bien portadito, que estaba teniendo problemas con las autoridades: Había que llamar la atención del Presidente. Como la mayoría de las sindicalistas eran compañeras, las escoltamos para tratar de evitar que las reprimieran.

Fue una experiencia insólita: Nos colamos en la procesión y llegamos exactamente abajo del balcón donde López Portillo sonreía hacia las nubes y saludaba a las palomas con una sonrisa congelada. Nunca bajó la vista, ni se enteró de nuestras demandas. Estuvimos tres o cinco minutos sosteniendo las mantas y aguantando la presión de los que venían, hartos ya del Sol y el bullicio. El Ejecutivo, López pues, mantuvo la vista fija en el horizonte y nosotros tuvimos que recoger mantas y consignas, seguir el trayecto hasta una esquina, escabullirnos de aquella procesión y dirigirnos a una cantina del centro para comentar el lance: Unos cuantos empujones, una compañera perdió un zapato; nada que unas chelas no pudieran remediar.

El Día del Trabajo conmemora la represión que sufrieron, en 1886, los obreros de Chicago.

El 1 de mayo inició una gran huelga de obreros que reclamaban sus derechos. En Chicago la manifestación terminó en un enfrentamiento entre los huelguistas y un grupo que aceptó trabajar en lugar de los reclamantes; la Policía intervino y empezó a disparar contra la multitud. Hubo seis muertos y algunas decenas de heridos.

Los obreros decidieron salir a la calle los días siguientes y el 4 de mayo hubo un acto en la Plaza Haymarket de Chicago que terminó en paz. Una multitud de trabajadores permaneció en ese espacio y la Policía decidió que debería retirarse. Como no se apresuraron, las fuerzas del orden comenzaron a espolearlos; de entre la multitud alguien arrojó un artefacto explosivo y murió un guardia. Eso desató la furia de los uniformados, que comenzaron a disparar contra ellos, y los trabajadores se defendieron. En la trifulca fallecieron alrededor de 40 obreros y hubo más de 115 heridos. La Policía detuvo a muchos, entre ellos, decía, a los organizadores del encuentro y atentado. Los días siguientes los arrestos continuaron…

La prensa intervino con sevicia: Exigía la pena de muerte para los detenidos, y los acusaban, entre otras cosas, de ser anarquistas: “¡A la horca los brutos asesinos, rufianes rojos comunistas, monstruos sanguinarios, fabricantes de bombas, gentuza que no son otra cosa que el rezago de Europa que buscó nuestras costas para abusar de nuestra hospitalidad y desafiar a la autoridad de nuestra nación…!”

Al final fueron a juicio 31 personas, y sentenciados ocho. El proceso judicial estuvo plagado de irregularidades y la verdadera acusación fue su orientación política. Al final, los “ocho de Chicago” fueron condenados por ser anarquistas: Uno recibió una sentencia a 15 años de trabajos forzados; dos, a prisión perpetua y cinco a muerte por la horca. De ellos, uno se suicidó en la cárcel.

Las condenas fueron ejecutadas el 11 de noviembre de 1887. José Martí, que trabajaba como corresponsal en Chicago para un periódico argentino lo narró:

“Salen de sus celdas. Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con esposas… les ponen una mortaja blanca… la concurrencia está sentada delante del cadalso como en un teatro… uno de los condenados grita: ” la voz que van a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora”.

Les bajan las capuchas, luego una seña, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen y se balancean en una danza espantosa…

About Author

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *