Camou: La Gloria que se abre

Por Ernesto Camou Healy

Hoy es Sábado de Gloria, y mañana Domingo de Resurrección, la fiesta central de la liturgia católica. En el ritual yoreme (yaqui) de Cuaresma este día “se abre la Gloria”, cuando en los pueblos y barrios de la etnia, los fariseos y los “soldados de Roma” intentan recuperar la imagen del crucificado que los fieles, sobre todo las mujeres, han trasladado hacia el templo para resguardarlo, en espera de la resurrección.

La batalla es por tomar la Iglesia y la imagen: Chapayecas y soldados asaltan la puerta principal y son repelidos con flores por los niños y las mujeres. Después de varias embestidas los atacantes se rinden y “se abre la Gloria”: Cristo resucita, los chapayecas son azotados por los fieles mientras corren, luego se despojan de sus máscaras, hacen una hoguera y las queman: Ya terminó su “manda” y vuelven al seno de su comunidad.

En toda la cristiandad la celebración de la resurrección de Cristo es sustancial. San Pablo dice, en la primera carta a la comunidad de Corinto, “si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe”. Nada de lo que predico, afirma, tiene sentido. Pero en este siglo XXI la idea de volver a la vida después de la muerte resulta complicada, y es válido preguntarse por su significado y su posibilidad. Muchos estudiosos de las religiones y culturas hablan de los mitos con que se adorna o explican hechos no necesariamente históricos; un mito es un relato tradicional de carácter simbólico, que narra, como si fueran reales, acontecimientos extraordinarios. Si bien hay pruebas históricas de la vida de Jesús, y de su muerte, la resurrección entra en el ámbito de la fe, los relatos evangélicos pueden ser interpretados en su forma y estilo para entender qué sucedió y porqué lo contaron de esa manera.

Se afirma que fueron mujeres quienes encontraron la tumba vacía, y que un ángel les anunció que había resucitado. Pero según el evangelista Juan cuando lo avistaron no lo reconocieron, creyeron que era el cuidador del huerto. Lo mismo sucedió a los discípulos que viajaban a Emaús: Caminó con ellos, dialogaron todo el trayecto, llegaron y se sentaron a comer, fue sólo hasta que partió el pan que lo reconocieron. Digamos que era una presencia distinta. San Pablo en su carta a los de Filipos habla de “su cuerpo glorioso” pero en griego califica su presencia corpórea como “pneumáticon” en el sentido de pneuma, soplo o espíritu: Un cuerpo espiritualizado, transformado.

Hans Küng, un teólogo suizo fallecido recientemente dice que no es un muerto que vuelve a vivir, más bien la “resurrección es la entrada en una vida totalmente distinta, imperecedera, eterna”. “Una vida nueva, que rompe las dimensiones de espacio y tiempo en el inconcebible reino de Dios llamado simbólicamente cielo”. La persona resucita, dice, en una continuidad de identidad personal con su historia; pero también a una nueva dimensión de lo infinito, a una forma eterna de vivir en la que su yo, transita hacia una trascendencia que escapa a nuestros sentidos, hacia un Misterio… (Küng, Credo) Y con su resurrección y ascensión Cristo colocó a la humanidad en el camino hacia el Misterio.

Desde una perspectiva distinta, esta fiesta situada después del equinoccio, se inscribe en una tradición antiquísima de celebración del sol que renace, termina la oscuridad invernal y los días se vuelven más largos, se podrá sembrar y los ganados engordarán: La vida se renovará. Se agradece y se alegra con el retoñar de la naturaleza. La Resurrección es una fiesta de la vida y la primavera. Y los creyentes saben que, por ella, la humanidad y todas “las criaturas de este mundo ya no se nos presentan como una realidad meramente natural, porque el Resucitado las envuelve y las orienta a un destino de plenitud. Las mismas flores del campo y las aves que él contempló… ahora están llenas de su presencia luminosa”. (Laudato si’).

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