Por Jesús Chávez Marín
Una de las más persistentes formas de la narrativa popular es la leyenda, ese relato de hechos reales mezclados con fantasía cuyos personajes son conocidos por la gente de una región, por sus hechos famosos o por su conducta extrema en situaciones verídicas que impresionaron fuertemente en su tiempo y que viven en la imaginación y en la memoria colectiva.
Aunque el origen del nombre viene del latín medieval legenda y significa “acción de leer, obra que se lee”, su forma más auténtica es el relato oral que se cuenta en voz alta de generación en generación en tertulias, conversaciones familiares, cartas privadas, y cada narrador le quita y le agrega elementos o secuencias completas conforme a su talento y personalidad. Así cada historia se va enriqueciendo o empobreciendo, según el alcance y la intensidad de las acciones que se relatan o del interés y el ambiente colectivo en el que viven como imágenes. De esa forma resulta que de una misma leyenda suele haber múltiples versiones.
Por eso es la escritura la que da un registro de permanencia a una leyenda nacida en el ambiente de la tradición oral. Porque cuando pasan los años, los recuerdos quedan hechos jirones. Desteñida por el tiempo o pintada con la fantasía, la realidad ya no es la misma cuando la recreamos con las palabras de la conversación y le agregamos las cargas conceptuales con las que elaboramos nuestras expresiones cotidianas. De esta manera, la escritura que sale impresa adquiere una importancia insospechada y penetra con muchos cauces el tejido social. Muchas historias, así como muchas ideas, se perderían si no hubiera escritores y redactores que fijan las versiones de cada leyenda y así contribuyen a configurar el espectro completo de la historia narrada colectivamente.
Otra de las acepciones más antiguas que tiene la palabra leyenda en el Diccionario de la Real Academia Española es la de “relación de la vida de los santos”. Uno de los textos más antiguos, que apareció en la Edad Media, es la Leyenda áurea (Legendi di sancti vulgari storiado), escrita por Jacobo de Vorágine. A la iglesia católica le interesaba difundir las vidas ejemplares de sus propios héroes: los misioneros, los mártires, las mujeres virtuosas, todo ello para extender su ideología. En algunas ceremonias se acostumbraba leer en voz alta esas bondades legendarias.
También algunos gobiernos han acostumbrado forjar sus propios personajes, como el Pípila o los famosos Niños Héroes, que fueron protagonistas de hechos que tienen más de maravillosos que de verdaderos y cuya conducta es “políticamente correcta”. Por otro lado existen muchas leyendas que jamás se recuperan y llegan a perderse por falta de un registro cuidadoso, tal es el caso de la tradición de las culturas autóctonas, como la tarahumara.
Las versiones escritas de las nueve leyendas que componen este libro tienen su raíz en la tradición popular chihuahuense. Por su lenguaje, por los tipos humanos, por el paisaje, estas historias conservan su frescura y gracia en la escritura cuidadosa de los autores.
La modernidad de los textos y la buena calidad de su prosa son una muestra del vigor de la tradición literaria de los chihuahuenses. La raíz colectiva de estas historias está bien recreada; en su discurso narrativo se reconocen voces de gente de Parral o de la Sierra; palabras del español que se habló en la ciudad de Chihuahua de los años cincuentas cuando solo había ochenta mil habitantes; entierros y aparecidos que en los ensueños siguen alimentando la esperanza desaforada de hallar un cajón repleto de alazanas; monstruos marinos en pleno desierto y la mujer más hermosa del mundo vestida de novia para siempre en la vitrina de una tienda.
Por supuesto que de cada una de estas nueve leyendas existen otras versiones, escritas por distintos autores, muchas de ellas publicadas en libros, periódicos, revistas. Supongo que todas son válidas y tendrán sus propios lectores afines. Sin embargo, lo que caracteriza las de este libro es su cuidado lenguaje narrativo.
En este pequeño libro de leyendas, los lectores hallarán una ventana de sus propios recuerdos.
Armando Gutiérrez Mares, escritor sorprendente cuya percepción está educada en la meditación trascendental, escribe de aquella señora que cada Viernes Santo, a la media noche, sigue visitando para siempre los siete templos. Muy elegante, ella recorre en un taxi las calles de Chihuahua y paga con una sortija de oro. El taxista ya no es de este mundo.
César Imerio Salazar Holguín, profesor de muchos años, nos mete a la polvareda de la Revolución Mexicana, misma que se levanta en el puro centro de nuestra propia ciudad. El olor de los cirios y el incienso de la Catedral son un consuelo ante el terror de los disparos, un refugio frente a la muerte. En medio de la batalla brillan las alazanas; en el fulgor del oro, los personajes del relato se conectan con el más allá, donde se escuchan las voces de unos albañiles cuyo regocijo es inaudito.
Zacarías Márquez Terrazas, cronista laborioso y poeta discreto, escribe sobre las correrías del legendario Chato Nevárez cuyo destino de aventurero trae un poco de esperanza en los atribulados días de nuestra crisis económica, que también suele ser mental y hasta metafísica cuando nos enfrentamos a los cobradores, más fieros que el toro que se llevó entre las astas al famoso bandido de Babonoyaba.
Otras leyendas son: El violín de don Anatolio, escrita por Eva Muñoz, quien es maestra de literatura y dio clases toda su vida en muchas escuelas de la Sierra. El ambiente de este relato es de fina evocación poética. Oro y plata, cuyo autor es René Gómez Esparza, una historia donde se oye el lenguaje castizo que todavía se usa en los pueblos mineros; él es profesor en su natal Santa Bárbara y en San Francisco del Oro. La hija de Pascualita, quizá la más famosa de las que se oyen en esta ciudad, y de la cual existen más versiones escritas; aquí se publica la del ingeniero Jorge Luis González Piñón, quien presenta además un caudal de información muy bien organizada respecto a esta vieja historia.
Óscar W. Ching Vega, el famoso periodista, es autor de El hombre que quedó mal con Dios, donde el charro negro de Santa Eulalia vuelve a encontrarse con uno más de sus cronistas, esta vez en la escritura siempre estimulante de este beduino de las noticias. El Rosario y la sotana sin cabeza la escribe Luis Carlos Arriola Chávez, cuya trayectoria de historiador y cronista lo avalan para convertir en fantasma al padre de la patria. Y para cerrar con broche de oro, Humberto Quezada Prado nos pone frente a frente con La sierpe de Nonoava, una animal que parece de este mundo pero que navega en los ríos del delirio y de las tormentas que nos trajo El Niño; se hermana con las culebras que las señoras de antes cortaban con cuchilladas al cielo y con palma bendita y a los terrores que nos causan los ríos desbocados de nuestra bronca región.
Nueve leyendas de chihuahua es un texto que deja un buen sabor de boca, queda en la memoria, estimula el deseo de leer más cuentos de estos autores que, cada uno en su estilo, logran platicar de las cosas más inverosímiles como si fueran lo más natural del mundo.
(Páginas de la 9 a la 14 del libro Nueve leyendas de Chihuahua, editorial UACh, México, 2001, segunda edición, ISBN 968-6331-73-5, compilado por mí. Primera edición: 1997).
Buen aporte. Muchas gracias Saludos