G. Ángeles: “Diario de viaje”

Por Guadalupe Ángeles

Abrió los ojos en un nuevo lugar; las preguntas se le vinieron a la mente de inmediato, esas que por nada, o casi nada, se instalaban en la cabeza, haciendo allí el único decorado, revoloteando solitarias como mariposas nocturnas, en la supuesta oscuridad de su pensamiento.

     Abriría la puerta sin duda, se le representaría un nuevo mar, o el paisaje citadino (ya no lo recordaba), donde un buen día acordó consigo misma en llevar su hastío a desvanecerse.

     Y habría un camarero allí, uno de esos empleados oscuros de los que siempre, sin remedio, se enamoraba.

     Tales costumbres la llevaban a sentirse desgarrada entre las “formas socialmente aceptadas” y el más desesperado amor. Imposible. No podría vivir así, al menos no sin desangrarse de contínuo.

     Tras levantarse se bañaría con agua muy caliente, hiciera frío o calor, pues sus huesos tardaban más en calentarse. Desde aquella tarde le era difícil entibiar su piel. Quizá por ello esa necesidad de fijar la mirada en la hoguera crepitante, que desde ojos negros sabía siempre ir a su encuentro.

    Todavía no tocaba fondo en ese constante ir del ingenuo preguntar, a la sensación de vacío, concreto y cruel vacío que cada día le habitaba. 

     No era para nada torva su mirada, al ver su paso tranquilo, cualquiera diría que había encontrado la paz; pero cualquiera se equivocaba, la sed profunda de amar que le consumía hacía equívocas sus palabras al hablar, lentos sus pensamientos, erráticas sus conjeturas.

     Sí, saldría a caminar, mojaría los pies o la frente, bebería sal del mar o haría profundas incisiones en la tierra suelta del bosque con sus pisadas, recibiría el resplandor directo del sol en caóticas urbes; su corazón se abriría nuevamente, como aquella vez en su infancia cuando, de la mano de su  madre, al dar vuelta en una esquina, vio al grupo de manifestantes desnudos, con una flor blanca en la mano avanzando con lentitud, ¿hacia dónde?, hacia la paz, pensaban ellos, pero acercándose al edificio del gobierno que habría de recibirlos con vigilantes provistos de máscaras antigases, aquellos hombres oscuros, inclementes, arrojaban sobre ellos bombas de gases lacrimógenos.

     Al mirar a los manifestantes y leer las inscripciones dibujadas en la piel de hombres y mujeres, percibió un violento temblor en la mano de su madre.

     Alguien lanzó un primer disparo. No supo de quién fue la sangre con la que resbalara, sin caer, elevada en vilo por su madre, apenas unos segundos antes de verla en el piso, entibiando el pavimento con su sangre.

Viejos o nuevos océanos nada interesan, lo sabe ahora (los rostros de los vigilantes iban cubiertos, no logró ver sus ojos): toda ciudad no oculta el dolor, y en cada par de ojos contemplaba aquella mirada temerosa de los manifestantes, al verse dispersos, perseguidos.

     Iría a caminar, como siempre, haría girar el picaporte de la puerta de aquel cuarto de hotel.

     Lo haría, tarde o temprano. Solo que ahora vuelve a cerrar los ojos y ve otra vez las espaldas desnudas, sus inscripciones diluyéndose en la sangre, los cientos de pies deshaciendo flores blancas.

     Y el insatisfecho amor vendría, como siempre, a manifestarse, por ahora, deja al tiempo pasar; el sol entrando por la ventana, ya entibia la estancia, mientras una lágrima moja sus sienes.

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