Por Guadalupe Ángeles
Almíbar esa luz venida de tus ojos. Gris todo tiempo sin tu voz. Humo, habitación habitada por el humo. Niebla, bosque blanco de viento helado. Horizonte, luz azul del cielo cuadriculado por protecciones de acero. Cubículo, dentro de la penumbra burocrática rezar porque el tiempo se trague pronto las ocho horas de rigor (mortis). Banca de acero y plástico, ilusión pegada al alimentador de luz más cercano (¿sin wi-fi no hay paraíso?).
Así, en todos los escenarios, posibles campos de exterminio de soledades densas, así, ahí, puebla la conciencia el dibujo cada vez más preciso de un dios.
Es prácticamente imposible no hacerlo, se echa a andar la maquinaria del ensueño, sucede el encuentro: Tarde dorada, calurosa en que espero –bien sé qué— hundida muellemente en sillón de cuero negro. Por la puerta de cristal apareces: cabello largo, claro (joven –pero no tanto–), entrecierras los ojos y me ves –¿quién es presa de quién?
Canto para ti porque lo pides (atizar el ego, sabido es, efectivísima arma de seducción). ¿Cuáles son los claros matices de mi voz que te encantan? Ninguno, lo sé. Finges lo contrario mirándome mientras inclinas hacia la derecha tu hermosa cabeza de joven bestia supuestamente enternecida.
Al paso de los meses te nombré, reconociéndote. Cómo nos reímos de tu nuevo nombre que, siempre dijiste, nos definía a los dos. Las siglas de tu nombre podría mandarlas hacer ahora con chocolate macizo y comérmelas remojadas en mezcal sin temor a la espantosa resaca.
Era inútil quererte, tanta danza solo servía para inventarme un cuento algo absurdo donde me figuraba ser un cadáver de vaca y tú el ave carroñera tenaz, puntual.
A bordo del barco hacia esa isla desierta, donde hacías una fogata con cadáveres de ensoñaciones varias me imaginaba contigo ahí, contando historias de nuevas verdades y llevé en los bolsillos toda la arena posible para que la isla no fuera a desaparecer.
Tú no me conocías, por eso empujaste mi voluntad –grandiosa– que te creó concreto, luego te hizo transmutar en viento salado con la misma terquedad, con la convicción del que huye del Tsunami.
Si hubieras sabido quién soy habrías hecho lo mismo: Lanzar la red. Y el gesto de asco final (nuestro) también sería el mismo. Poseo –digo– mi alma, ¿tú? No sé.
Todo fue deshaciéndose. Y cuando dije todo, no decía tu rostro ni tu voz. Hambre tuve y esa es la muerta. Hambre tuve y se acabó. Asco ahora de tanto imaginar: Cada día un ladrillo. Cada día un ahogo. Cada día un asombro. Cada día un insulto. Cada día una duda amplísima, llena de sol (oscurecida con la fe del condenado a muerte), cada día buscar ese lugar perfecto para oírte –acaso no importaran las palabras, solo tu voz–; cada día la constatación de un hambre extraña –hambre de ti–.
Y un día dijiste: No. Ya no. En ello derivó tu última transformación. Quise “ir más allá de mis límites” bonita manera de invitarme a cavar profundo en la herida, así te demostraría del tamaño de mí, mi amor(¿?)
Fuerte, feroz y letal –lindos apellidos para mi necedad.
Irrespirable el aire sin ti, corría de inmediato a bañarme en tus mentiras, era tan grato sentirme hasta el cuello de tanta cosa que tenías por decir. Y luego el miedo a ser tocada por tu impiedad. Corrí en la dirección contraria entonces, buscando la salvación.
El narciso que llevo dentro se me salía todo el tiempo, tantos años domándolo para caer en ese circo de cinco pistas que éramos juntos: mucho ruido y muchos disfraces, mucha risa y mucho mentir, ¿para qué si no se inventó el maquillaje teatral? Para pintarnos rayas verdes en el rostro y gritar a voz en cuello que “somos mucho más que dos”, claro, yo era mi padre y mi madre y mi madre y mi hermana enemiga y la favorita de un harem que solo existía en mi mente –ese mismo que tú ibas formando con paciencia admirable cada día.
Me hiciste: cantar, saberme dragón ridículo, tema absolutamente insustancial, voz grave de hermoso patriarca, padre amante, hija de la locura, arma de finísimo filo contra mí, hervor de miedo en el pecho, cuerpo completo entregado al desvarío, enemigo mío, solo mío, solo para mí; a eso llamabas magia.
Vivir para ver.