Cuento: “Fantomas en la región de las esmeraldas”

Por Jesús Chávez Marín

Siempre recordaré aquellos ojos verdes que guardan el color que los trigales
tienen. En cierta forma, a Fantomas lo hacía feliz la costumbre arcaica de
estar aquí, en una cantina del centro de una ciudad un tanto primitiva,
dándole vuelo a los recuerdos. Mejor dicho: a un recuerdo, uno bellísimo y
delicado que le hace llorar, ¡oh sorpresa!, llorar en silencio y sentir esta
soledad profunda y llena de un aroma, el perfume de Ángela para siempre
lleno de imágenes: el vuelo de su cabellera dorada por la luz de una tarde, su
voz inolvidable cuando dijo:
–Y también puedes tocarme.
Aquellos ojos verdes como mares.
Esta historia comenzó hace tres años en París. Fantomas había planeado
cuidadosamente el robo de tres óleos del famoso pintor José Clemente
Orozco. Los cuadros pertenecían, en aquel tiempo, a la colección particular
de un expresidente mexicano a quien le gustaba presumir de hombre culto y
gastaba sumas fabulosas de dólares en una vida excéntrica. Una noche de
abril, aquel caballero organizó una fiesta para presentar un grueso libro que
había escrito. El texto no valía nada a pesar de las revelaciones cínicas y
chismes políticos que se disfrazaban en una trama novelesca torpe y plana.
Pero eso no importaba. Lo interesante para Fantomas era que el tipo había
mandado traer desde su tierra una gran cantidad de cuadros y esculturas con
las cuales mandaría decorar un castillo que había alquilado para ofrecer la
lujosa recepción.
En aquella obra venían muchas baratijas doradas, es cierto: hasta batuques
firmados por el mismo anfitrión, quien presumía ser pintor en ratos libres.
Pero entre toda aquella basura andaban los tres cuadros de Orozco que
Fantomas decidió robar durante la misma noche de gala. Como es su

costumbre, Fantomas pintó una gran letra F en una manta que colgó a las
puertas del castillo. También escribió una carta al inspector Gérald, su leal
adversario de siempre, para avisarle cuál sería su próximo atraco. “Amigo
Gérald: estará usted de acuerdo conmigo en que esos tres Orozcos quedaran
más a gusto en mi casa que en manos de ese asno de oro, ¿verdad? F.”
Gérald tampoco simpatizaba mucho con el derrochador magnate, pero su
honra de policía y su deber le obligaban a impedir aquel robo y, además,
atraparía de una vez por todas al famoso ladrón Fantomas, La amenaza
elegante.
El inspector creyó prudente entrevistarse con el expolítico. Este lo recibió en
una sala enorme, sentado en una silla de caoba y terciopelo. Vestía uniforme
de extravagante lujo, en una mano sujetaba unas raquetas que valían una
pequeña fortuna y en la otra una pipa sin fuego.
–Monsieur, como usted ya lo sabe, Fantomas ha decidido robar su casa.
–Vaya, parece un honor para mí que ladrón tan legendario haya decidido
visitarme. Pero conmigo se llevará tremendo chasco, eso puedo asegurarle.
Usted no se apure de nada, inspector, yo sé cuidarme solo. Defenderé mi
patrimonio como un perro. A Gérald le pareció locuaz y absurdo aquel
discurso, pero no movió un solo músculo de la cara.
–Dedo advertirle, distinguido caballero, que las amenazas de este ladrón
suelen ser muy serias.
–Pues conmigo que ni se le ocurra meterse el tal Fantomas, soy tan astuto
como dicen que es él, qué tanto ha de ser tantito. Además, tengo gente muy
bragada para cuidar mis casas, custodios valientes, muy aguzados.
–De cualquier manera, me gustaría encargarme de vigilar el castillo la noche
de la presentación de su libro.
–Eso no se va a poder, inspector Gérald. Usted, en lo personal, será mi
invitado, por supuesto. Pero no quiero policías demasiado visibles en mi
fiesta, es de mal gusto, por ningún motivo lo permitiré.
La necedad de aquel petimetre era invencible. Gérald salió de allí muy
molesto pero fraguando un plan infalible para atrapar a Fantomas. Ya lo vería
el cabrón bandido cuando sintiera la sorpresa de sentirse prisionero.
Aquella noche algo era cierto: el corazón de Fantomas quedaría prisionero
para siempre en la mirada profunda de los bellísimos ojos verdes de la
pintora mexicana Ángela Goitia.

Al periódico Galaxie 33, propiedad secreta de Fantomas, llegaron los
pergaminos de ridículo diseño pero de impresión impecable: “Se le invita a
usted a la presentación del libro Las máscaras de Quetzalcóatl, del ilustre
escritor don José López. Esta novela será comentada por Carlos Monsiváis,
José Luis Cuevas y Roberto Blanco Moheno. Esperamos contar con su
distinguida presencia y la de su señora esposa”. Cuando el director del
famoso diario parisino abrió los sobres, inmediatamente se comunicó con
Fantomas a su fortaleza clandestina y le informó:
–Señor, ya llegaron las invitaciones. Como lo suponíamos, López quiere
buena prensa a como dé lugar y hasta tuvo el descaro de incluir un cheque al
portador.
–Muy bien, Fandor, rompa de inmediato el cheque y aquí espero su envío.
La noche de la presentación, Fantomas, perfectamente disfrazado como el
periodista Virgilio Lafont, jefe de redacción del periódico Galaxie 33, recorrió
con discreta curiosidad las estancias del castillo. Todo era de escandaloso
lujo: licores, muebles, una orquesta de 53 músicos. Había cinco pianos
blancos, invitados que parecían extranjeros de cualquier país, o la
representación malviviente de fotos de revistas frívolas: princesas de escasos
recursos, expolíticos que eran buscados por la policía de sus respectivos
países, Vicente Fernández con el pelo teñido de negro mate y vestido de
esmoquin, Lola Beltrán esta vez sin rebozo de seda, pero con un vestido de
Cristian Dior que le sentaba como un atentado contra la alta costura.
Ejecutivos de la televisión acompañados por actrices de telenovela, escritores
desconocidos pero entusiastas, entre los cuales andaban los tres
presentadores del libro, un poco avergonzados por el papelón pero con su
mala conciencia muy bien almidonada con los altos honorarios que
acostumbraban cobrar por texto o discurso: el show de la literatura, tan
capaz de maquilar el analfabetismo funcional de los espectadores que se
sienten cultos por un día y muy contentos de rozarse con Las Vacas Sagradas.
A la hora de la cena, los lugares a la mesa estaban personalizados. Junto a los
cubiertos, en cada servicio, había un cartoncito con los nombres de los
invitados. A Fantomas le tocó sentarse al lado de la hermosa pintora

mexicana. Los dos nombres, casualmente quedaron juntos: el cartoncito de
Virgilio Lafont rozaba al blanco fondo en el que venía escrito el nombre de
ella: Ángela Goitia.
La joven mujer parecía de mal humor, en su linda frente se marcaba una leve
línea de disgusto. Permanecía muy seria al lado de un colega suyo, el cual
había insistido en venir a esta ridícula farsa. Ella lo acompañó por solidaridad
o por cariño, pero no compartía el afán de hacerle la corte a este tipo de
políticos tan desprestigiados en su tierra, donde hicieron tanto daño cuando
tuvieron en sus manos un poder casi absoluto. Pero el pintor insistía en que
un artista debe cultivar también a sus clientes y las relaciones públicas, el
aspecto comercial del oficio. Habían discutido mucho sobre esto. Ella tenía
otra forma de pensar, y aunque estaba de acuerdo en algunos de los topillos
mercantiles de su amigo, no era capaz de llegar a estos extremos, casi al filo
de la indignidad.
Desde el primer momento, Fantomas quedó encantado por la presencia
luminosa de aquella mujer. Su pelo rubio y lacio caía libre y cubría la mitad de
su rostro, pero la luz esmeralda de sus ojos parecía fluir desde la sombra de
sus párpados y no solo llenaban de luz su cara bellísima, su boca pintada de
rojo intenso y sus cejas fuertes que se unían al centro de su frente noble, sino
que también parecían hacer más vivos los colores de la estancia y llenaban de
belleza a la música y a los cuadros de Orozco que estaban colgados en una
pared lejana de enfrente, como lujo mayor de la casa.
Aunque Fantomas es un aventurero, y supuestamente difícil de impresionar,
su alma permanece sensible y desamparada ante la belleza. Por eso todo
mundo sabe que su colección de arte es fabulosa, que lee en tres idiomas la
poesía que se escribe en los cuatro puntos cardinales, y es muy conocida su
pasión por los autores clásicos. Esto explica entonces cómo se quedó inmóvil
ante la presencia de Ángela Goitia. Once minutos duró aquel hechizo
fascinante. Fantomas no lo podía creer. Serían para él, quizá, los once
minutos más intensos de su vida cuando percibió el perfume que llegaba
desde el cuerpo de aquella mujer; su fragancia era una mezcla increíble de
intimidad femenina, flor de cereza, miel cristalina y hierbabuena. Mientras
llenaba su copa de vino, ella volteo su rostro con distraída curiosidad para
mirar al hombre que estaba sentado al lado suyo. Le sonrió con naturalidad.
Ella parecía sonreír con todo el cuerpo: la luz alegre de sus ojos verdes, la

boca hermosa, inflamada, los graciosos movimientos de sus manos, el vuelo
de su pelo dorado. Solo con su vasta experiencia de hombre educado pudo
Fantomas salir airoso de aquel trance. Aunque totalmente sonrojado, con un
pudor que no conocía de sí mismo, logró sonreír a la dama y hasta reunió
algunas palabras para iniciar una conversación.
Fue en aquella bravísima charla, apenas librada del torpe reborujo de la
fiesta, cuando Fantomas supo que Ángela Goitia vive en una ciudad lejana
cuyo nombre es difícil de pronunciar para el habla francesa del famoso
bandido: Zacatecas.
Luego la mujer desapareció. De repente ya no estaba. Fantomas la buscó
desesperado por los recintos, procurando que no se le notara la ansiedad. Y
aunque ya había decidido dejar para otra ocasión lo del robo de los cuadros,
y por primera vez en su vida profesional dejaría de cumplir el desafío que
significaba su anuncio de robarlos, optó por recuperarse realizando la tarea
que se había propuesto. Uno de los músicos, cómplice suyo, tocó un violín
especial en una frecuencia sonora que había sido inventada en tres días por
el profesor Semo, el eminente científico que había sido su profesor en la
escuela de ingenieros industriales y que ahora ayudaba a Fantomas en todos
sus lances. El sonido provocó en todos los presentes una extraña laguna
mental que, literalmente, los desconectó de la realidad durante dos extensos
minutos. Mientras tanto, el violinista, Fandor y la amenaza elegante
protegían su percepción sonora con un minúsculo aparato en los oídos, que
el profesor Semo había construido con cera. Al tiempo que aquel tocaba,
Fantomas y Fandor quitaron de sus marcos los lienzos originales de José
Clemente Orozco y los sustituyeron con tres imitaciones casi perfectas que
traían escondidas en el maletín de un equipo fotográfico. Listo. En un
instante la vida real volvió a su normalidad. El inspector Gérald seguía su
nervioso recorrido por todos los lugares de la fiesta, sin perder de vista los
cuadros. El anfitrión seguía posando para fotógrafos exclusivos y paseándose
como pavorreal en medio de una jaula de pavorreales. Los meseros atendían
a las personas con exagerada cortesía y así se cumplían cabalmente,
mecánicamente, todos los gestos que suelen ser comunes en este tipo de
cenas costumbristas.

Fantomas, “Virgilio Lafont”, se despidió media hora después muy
cortésmente del anfitrión y de Sasha Montenegro, su actual esposa.
Salió de allí con el tesoro de una silueta, un aroma, un recuerdo inolvidable.
Había mirado intensamente a una mujer casi irreal y solo eso le había
bastado: mirarla. Hubiera podido quedarse el resto de su vida
contemplándola, mirándola reír y respirando el aire de su presencia. Pero ella
le dijo:
–Y también puedes tocarme.
Esto habría de cambiar por completo el destino de nuestra historia, aunque
ahora todo pareciera un sueño. Los sueños a veces tienen más sustancia para
nuestro cuerpo que la misma realidad. Algunos meses después, Fantomas
decidió realizar el desafío de aquel sueño y responder al sonido profundo de
aquellas palabras que quizás nunca fueron pronunciadas.
La Navidad de aquel año, Fantomas llevó a México un regalo muy especial. En
algún lugar de la ciudad de Zacatecas, un mensajero entregó en la casa de la
pintora Ángela Goitia tres cuadros, el arte vigoroso de José Clemente Orozco.
Ella decidió quedarse con aquella obra y guardar discretamente el secreto de
un admirador tan notorio como Fantomas y de unos cuadros a los cuales
todavía anda buscando la policía de París.

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