Por Jesús Chávez Marín
La depresión es la muerte de todos los deseos. Así lo afirma el escritor Federico Campbell en su libro Post scrptum triste, donde cuenta algunas historias personales de ese padecimiento.
Cuando un hombre, o una mujer, entran en etapa depresiva, las noches son terribles, muchas veces de insomnio atormentado. El pensamiento se llena de asuntos pendientes, inconclusos, que se presentan simultáneos, todos de golpe, y hasta los más sencillos parecen terribles y sin solución. Jirones de sueño hacen confusa esa mezcla con pesadillas extrañas con temores y rencor sin fundamento.
Las mañanas son aún más dolorosas: el depresivo no tiene ganas de nada; la luz del sol es tormento porque hay que levantarse de la cama sin hallarle sentido a iniciar alguna acción. Los compromisos y obligaciones se imponen y al fin el sujeto, quien no tiene ánimo ni de bañarse, ni de comer, ni de salir de casa, ni de ver a nadie, realiza penosamente sus actividades como quien acepta un castigo.
Profesionales de psicología y de neurología afirman que la depresión es un padecimiento físico de origen químico que afecta conexiones nerviosas, lo que origina la alteración de la energía vital. Se indica que algunas sustancias pueden curar este padecimiento de una forma casi definitiva, siempre y cuando esos medicamentos se tomen de por vida, de la misma manera que los diabéticos tienen que controlar su padecimiento mediante dosis constantes de insulina, durante el resto de sus días.
Lo que no se sabe es el origen del padecimiento. Se afirma que hay una clara tendencia hereditaria en la depresión. Los hijos de padres depresivos tienen riesgo de adquirir la enfermedad, no se sabe si por información genética o por imitación de las conductas. Por otro lado, la depresión no necesita de ninguna causa terrible en la vida del paciente para desencadenarse, aunque claro que puede haberla. Una gran pena sufrida, una pérdida, un dolor intenso puede ser antecedente, o puede no serlo, del pasado inmediato o lejano del depresivo.
En la fase más grave de esta enfermedad existen tendencias suicidas en las personas depresivas. Podría afirmarse con cierto dramatismo que la etapa terminal de la depresión es la muerte por suicidio. En muchas de las notas de suicidas que salen en los periódicos se habla de que el protagonista de tan triste final anduvo en los días previos a su muerte cargando una gran tristeza, una melancolía pesada y oscura, con causa conocida o sin causa alguna.
Los casos de depresión parecen haber aumentado en los recientes años. El índice de frecuencia de este padecimiento es más alto que en décadas anteriores. No resulta aventurado imaginar que nuestros tiempos son propicios para que esta enfermedad se desarrolle.
La crisis económica es, sin duda, ambiente propicio para este mal tan insidioso. La sobrepoblación. El desempleo. El trabajo que se paga cada vez más barato. La desintegración familiar, porque ahora las necesidades obligan a que cada vez más miembros de la familia, hombres y mujeres, trabajen una mayor cantidad de tiempo. La contaminación ambiental: el ruido y el humo.
Puede afirmarse que la depresión también tiene un origen social, no solo orgánico y químico. La falta de oportunidades para tener una vida digna, la pérdida de las ilusiones de mejoramiento social y económico. También influye el aumento masivo del consumo de alcohol en nuestra sociedad, que inicia en edades cada vez más tempranas, en todos los espacios, conducta social muy estimulada por un gran aparato publicitario y mercantil, que de eso también podría hablarse largamente.
Las conductas depresivas parecen ser contagiosas. Cuando se convive con personas depresivas, se va creando una atmósfera de tristeza en el que otras personas se van involucrando, sobre todo si aquellas tiene influencia para los otros: un padre depresivo es imitado, consciente o inconscientemente, por sus hijos, su esposa, y se van formando espacios de descuido por la actitud indolente de todo el grupo.
El aislamiento y la creciente individualización de la vida social son también ambiente propicio para el padecimiento. En medio de ciudades cada vez más pobladas la soledad crece.
Pueden proponerse algunas soluciones sencillas e iniciales. Se recomienda que no se deje solo y aislado a quien padece esta enfermedad. Debe dialogarse con él, o con ella, para que atienda su mal. Convencerlo de que consulte a un médico, de preferencia un psiquiatra. No dejarlo a su suerte pensando que el mal es pasajero y circunstancial. Es importante la comunicación. Dejarlo hablar de sus problemas, crear un ambiente propicio y comprensivo, que se sienta escuchado y despertar interés para que encuentre claves de su mejoramiento.
Hay que tomar conciencia, junto con el enfermo, de que su mal tiene remedio y hay que buscarlo; pensar junto con él que su mal es una enfermedad verdadera, no una simple etapa de tristeza. Y de que las soluciones suelen ser sencillas y definitivas, de que mal es controlable con cuidado y disciplina. Tomar en serio posibles insinuaciones de suicidio del paciente, no echar en saco roto este tipo de afirmaciones, por superficiales que parezcan.
Hace falta insistir en que cuando veamos a alguien que padece una tristeza que parece sin remedio, nos interesemos por esa persona sabiendo que su sufrimiento es real y no una conducta caprichosa. De esta manera, podemos ser útiles para quien muy cerca de nosotros sufre una etapa dolorosa que sin atención podría durar toda la vida.
Junio 1999