Por Ernesto Camou Healy
—Hace dos días se celebró el día del amor y la amistad, una evocación que sufrió una metamorfosis radical, desde tiempos de la Roma antigua en la cual festejaban ese día, las Lupercalias, el rito de paso a la madurez. En él, los iniciados pasaban un tiempo en el monte, como lobos (lupus) y luego sacrificaban una cabra, se untaban con su sangre y salían a recorrer las calles, desnudos y armados de un pequeño látigo para perseguir a las muchachas en edad de merecer y marcarlas con la fusta, un simple tocamiento que simbolizaba la posesión de su feminidad, y su fecundidad.
Después de esa alocada carrera en la que exhibían su masculinidad, dejaban de ser muchachos y pasaban a tener las prerrogativas y derechos de los adultos. Estaban, también, lo atestiguaba su descocado alarde público, dispuestos para el matrimonio y, quizá, para el amor.
Hoy, casi dos milenios después, las formas han cambiado sustancialmente: En nuestra sociedad se ve mal la desnudez, y es impensable que los chavos vayan por las banquetas azotando, aunque sea figuradamente, a las damitas, prevenidas o no. Pero ese afán del varón por adueñarse de las hembras, ya no con un chicote pero sí con las ventajas que les concede una historia y una cultura profundamente desviada en pro de los machos, provoca todavía que muchas de las relaciones de pareja, en nuestra sociedad mexicana y occidental, estén teñidas por ese afán de arrogarse una indiscutible inequidad que tiene sus consecuencias en las formas como se vive la relación.
Es demasiado frecuente que el varón espere que su novia, esposa, pareja, lo atienda, le cocine y le sirva la comida, cuide y organice el hogar y la familia, sea él quien marque el rumbo de la unión, que espere total dedicación incluso hasta el capricho, y no esté demasiado dispuesto a la reciprocidad. Todavía sucede que una joven pase de estar sujeta a la autoridad paterna, a depender del control del prometido. Transita de una sumisión a otra. No en balde aún se estila acudir con el padre de la novia para “pedir su mano”. Un rito que puede ser amable, pero que subraya la dependencia y la sujeción de la mujer.
Esas ceremonias, que con frecuencia son más simulación que realidad, configuran una forma de entender la relación de pareja en la que se escamotea la libertad, y en el plano simbólico colocan a la mujer como el eslabón débil y dominado.
Y eso, aunque sea un protocolo añejo, contradice la intención, pues concibe a una de las partes alejada de la libertad, y la responsabilidad de decidir su vida y su don, que son la condición para la construcción del amor. Porque el amor es libre, o no es. No puede estar sometido al otro, pero sí puede ser entrega personal y voluntaria, en equidad y libertad, para amoldarse en esa toma y daca permanente de dos individualidades que quieren compartirse y hacerse libres en la construcción de la pareja y la familia.
Y ese amor que se celebró el día 14, a veces más conceptual que genuino, demasiado maquillado y edulcorado en la mercadotecnia, difícilmente será auténtico si no tiene su punto de partida en una apertura total. El amor incluye en mí, al otro; y en él, o ella, al mí. Dos totalidades inacabadas que por la entrega e inclusión deciden compartir un camino para completarse en libertad. Es incluir al otro, u otra, abrirse a la totalidad por definir de los demás. El amor incluye, no excluye; se abre y proyecta más allá de los dos, es fecundo.
Por eso la inequidad, el control, los celos y la dominación son violencia y negación del amor. Éste ya no necesita látigo ni entrega subordinada: Es una danza de libertades y de incertidumbres, una apuesta por construir el misterio fascinante y quizá perturbador de una vida compartida.