Por Jesús Chávez Marín
Con pensamiento trágico muy distinto al de Rosaura, el suicidio no está en la órbita de la imaginación en la que trato de labrar mi destino, y no porque el dolor en mi caso, cuando sucede, sea menos abismal que el de la propia muerte, quizá hasta pudiera ser más extenso comparado con el suyo, quien, después de todo, no se ha suicidado y solo lleva dos intentos fallidos o, más bien, simulacros melodramáticos. Así que, como no me pienso ir de repente dejando con un palmo de narices a todo mundo, inventé en el silencio de la escritura este leal y sincero instructivo de cómo vivir sin Rosaura.
Para iniciar, debes pasar una noche de locura donde, a pesar de la sensatez que la provecta edad de 58 años supone, que es la que me marcaba el calendario aquella noche, no duermas ni un solo minuto y te la pases transcribiendo en un cuaderno mensajes privados de WhatsApp, buscando fotos donde Rosaura aparece, hallando claves del desastre que no veías venir y que te cayó como baño de agua helada que se va convirtiendo en lumbre, en ardidez.
Como escritura salvaje de un fierro al rojo vivo para herrar ganado, se va marcando en tu piel a lo largo de aquella noche delirante, luego de 18 meses de que ella fue tu amantísima pareja, la llamada telefónica que te hizo para decirte, como si fuera cualquiera otra historia casual, que en su viaje a El Paso su antiguo novio de la escuela preparatoria sacó un anillo de diamante muy bonito, se hincó y le propuso matrimonio.
Ya antes ella te había platicado que se lo había encontrado en una tienda luego de años de no verlo, la saludó muy cariñoso y hasta allí. No le diste la menor importancia, envanecido con una fe ciega en su amor, vanidad tuya alentada por los mensajes cotidianos de Rosaura en el celular que decían cosas como “todo podría soportarlo, menos vivir sin ti”, y cosas semejantes. Algunas hasta con algún gastado ingenio, como cuando puso, para avisarte que iría por ti al aeropuerto: “te re/cojo a las 7”, y cosas así.
Así que, con toda la confianza pendeja de macho alfa, le preguntaste:
―¿Y tú qué hiciste?
―Pues… acepté ―contestó ella, tratando de que no te fueras a enojar.
Te quedaste mudo un rato, tratando de pensar que podría ser una broma de humor negro, o alguna de sus despedidas para siempre de cuando anunciaba que ya se iba de este mundo, pero no. Ella siguió callada, en vez de salir con alguna de sus frases de amorcito corazón. Así que le preguntaste:
―¿Y nosotros?
―Pues creo que ya no habrá nosotros.
Así dijo la muy traidora. Y por teléfono, ni siquiera en persona.
Fue una traidora, pero es una inolvidable mujer. Aunque solo es dos años menor que la víctima que se refleja en este instructivo, parece que fueran diez o quince, es delgadita y flexible, deliciosa. Muy creativa y audaz en el sexo, a pesar de su actitud de ser tan recatada y decente, toda una doctora que triunfa en la vida, un encanto de persona.
Así que el siguiente paso será este: como es noviembre, asiste a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y camina por los pasillos abarrotados de volúmenes con el rostro sombrío, como de quien ha sufrido una fatal tormenta. No pudiste cancelar el compromiso de trabajo de ir a la feria, como hubieras querido, pero te pasas los tres días como si fueras personaje de Juan Rulfo navegando en el ruido y la vanidad, rumiando con palabras rurales el cruel destino de todo ser.
Compra una novela de Vargas Llosa para llevársela de regalo a Rosaura, el último que le darás, para que cuando la lea se acuerde de ti, si es que le da su regalada gana.
Cuando vayas llegando a Chihuahua de regreso, contesta el celular y ten la bella sorpresa de que es ella la que marca, para avisarte que va a pasar por ti al aeropuerto, qué hermosa mujer. Se va a casar con otro, pero tiene contigo ese tipo de atenciones cariñosas.
Te ves tan de plano alicaído, que ella, en vez de llevarte directo a la casa, se dirige a un café donde juntos disfrutarán ¿por última vez? un vaso de Etiqueta Negra.
Allí le entregas un texto donde escribiste 27 razones por las cuales ella no debería casarse con su exnovio, plato de segunda mesa, divorciado, y que lo más conveniente sería que siguiera siendo una viuda libre, contigo o sin ti.
La curiosidad le gana y se pone a leer tu carta en voz alta. Algunas de las cláusulas le dan risa, esa risa tan encantadora que es la suya. Luego también le das el libro que le trajiste de La Feria y se pone muy contenta. Qué bueno que te acordaste de mí, te dice, a pesar de que sabe muy bien que no pensaste en nada más que en ella cada minuto del viaje.
Bueno. Esa es la despedida final. De allí debe seguir un tiempo absurdo, que deberá durar entre seis y doce meses, en el que serás el personaje derrotado y ardido que sale en todas las canciones románticas.
Como el colofón de este instructivo, dos años después de aquel drama de pésimas costumbres, recibirás otra llamada en el celular. Claro, es ella. Te pide inscribirse en tu taller literario. La aceptas. Llega con aspecto de absoluta depresión, trae un texto fatal donde el personaje se suicida, la hija se suicida, el padre de la hija aparece furioso por el par de simulacros, en fin. Un relato imposible de mejorar, por más abnegación que le ponga el grupo y ni el coordinador podría.
Al terminar ella te dará un aventón a tu casa, pero antes te pregunta que si tienes tiempo para invitarte un café. Ya en el lugar sigue tristísima, te cuenta que con lo de su matrimonio las cosas no salieron como esperaba, que el tipo estaba plagado de deudas y pretendía que ella se involucrara como deudora solidaria, pero pura nada. Eso enfrió un poco el amor, pero ahí la lleva, dijo. Sin que ella lo note, con el celular habrás de tomarle una foto en su acritud de derrota absoluta, misma que habrá de procurarle un poco de alegría vengativa a tu memoria, que todavía sigue tan adolorida.