Por Jesús Chávez Marín
Salí de la habitación, había dos grandes tortugas atadas por el cuello con un aro de plata y su cadena, sujetas a un árbol. No se movían, ¿para qué? ¿para dónde? Parecían de piedra, pero estaban vivas en sus ojos milenarios.
Saqué mi caja de Marlboro rojos, procuro disimular conmigo el horror de las fotos espantosas que imprimen en las cigarreras como campaña contra el tabaquismo: se ven hombres más jóvenes que yo muriendo de asma, conectados a tanques de oxígeno industrial; niños esqueléticos, pulmones cristalizados de tizne. ¿Serán actores los modelos de esas fotos? ¿Serán enfermos hiperrealistas en pleno dolor, retratados para escarmiento en cabeza ajena?
El humo perfumado y placentero me consuela. En esta parte del jardín, donde reposo la serena meditación de madrugada, veo frente a mí una jaula de fierro pintada de blanco: dentro se acurruca en sus alas un perico, resiste el frío y duerme, inmóvil. Se oye, muy quedito, su respiración; prisionero vitalicio, ya asimiló en el cuerpo sabiduría suficiente para seguir viviendo, a pesar de la crueldad de unos humanos que lo atraparon hace muchos años, quienes lo vendieron en el mercado de carne viva, y otros que lo alimentan en una jaula y limpian el humillado estiércol; estos quizá de alguna manera retorcida y cotidiana lo aman y se sienten orgullosos de tan lujosa decoración.
Madre mía Carmen Marín, ya que amanezca. He sido esas dos tortugas y a veces todavía lo sigo siendo. Soy ese perico silencioso que sueña en un firmamento donde vuela. O lo fui alguna vez, en tiempos más miserables de mi vida. Cuando den las seis, regresará de nuevo mi vertebrada felicidad. Además, estoy de vacaciones, muy merecidas.